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La religiosidad

Voltaire

Voltaire fue uno de los enciclopedistas e iluministas que en Francia proclamaron el triunfo de la diosa razón sobre el oscurantismo. Escéptico, se dice que era ateo, pero al final de sus días se retiró a una granja en Ferney, y para sorpresa de sus amigos ateos, levantó allí una Iglesia en cuya portada mandó grabar “Deo erixit Voltaire”, Voltaire la erigió para Dios”, y presumía que era la única Iglesia de Europa dedicada a Dios, ya que, realmente, no había en ese tiempo alguna Iglesia dedicada al Padre Dios.

¡Qué difícil es ser ateo toda la vida!

La religiosidad

El hombre es un “animal religioso”, como nos ha definido un antropólogo porque cuando encuentran restos humanoides, una señal de que son de un “homo sapiens” es encontrar algún vestigio de religiosidad, por ejemplo, una ofrenda en un entierro.

La religiosidad es un valor que no solamente se tiene por tradición cultural, sino que es fruto de la reflexión interior del individuo.

También Dios tiene derechos

La religiosidad responde a la justicia hacia Dios. El creyente reconoce que es criatura divina y sabe que tiene obligaciones hacia su Creador. Todas las religiones se basan en ese principio de agradecimiento por lo recibido de la divinidad y también en el deseo humano de seguir recibiendo bendiciones de lo alto.

Las expresiones religiosas no varían mucho en las diferentes confesiones del mundo: la oración, la ofrenda, la alabanza, la petición de perdón y, como fruto del amor a la divinidad, el deseo de vivir una vida recta conforme a la voluntad de Dios. Creer en Dios, cuando es en serio, lleva a vivir haciendo el bien.

El opio del pueblo

Carlos Marx calificó la religión como un opio del pueblo y consideró que era nociva para una sociedad justa. En realidad lo que él criticaba era esa alianza tácita pero real entre el poder civil y el poder eclesiástico que manipulaba la doctrina para someter al pueblo a la explotación de los ricos y poderosos.

Curiosamente, el marxismo llevado a la práctica en el S. XX, a pesar de su propaganda atea constante e intensa, no pudo desarraigar del pueblo la religiosidad, como nos pudimos dar cuenta cuando cayó la famosa cortina de hierro.

En cambio, lamentablemente, el modo de vivir capitalista, con sus seducciones del placer y del dinero, están haciendo más daño en el hombre de hoy, alejándolo de un culto comprometido a Dios. Bien dice Jesús que no se puede servir a Dios y al dinero.

Cuando Dios es un estorbo

Hay quienes verdaderamente creen que no creen en Dios. Los motivos son muchos: un contagio intelectual contraido en la juventud, una forma de protestar contra una sociedad con la que no se está de acuerdo, hasta una necesidad en ciertos ambientes en los que hay una gran intolerancia y burla hacia los que creen.

Hay otros a los que, simplemente, les estorba Dios para poder ser libres de hacer lo que ellos saben que a sus ojos divinos está mal hecho.

Y hay otros que dicen que sí creen, pero que viven como si no creyeran; y esos son los que más daño se hacen y lo hacen a los demás.

La religiosidad es un compromiso

Los que no creen tratan de convencer a los que creen y los que creemos tratamos de hacerlo con los que no. Y es un cuento de nunca acabar y una discusión tonta, que ha durado ya lo que dura la historia de la humanidad.

Al que no quiere creer, jamás se le convencerá, aunque tuviera frente a él al mismísimo Dios.

El que cree, no necesita pruebas. Pero el que cree es, debe ser, él mismo, una prueba viviente.

No es con discusiones, sino con el ejemplo, el testimonio humilde y callado, como podemos llegar, si no a la inteligencia del que no cree, sí a su corazón.

Creer nos compromete a ser coherentes con aquel en quien creemos, a una vida plena y madura en el cumplimiento de nuestro papel en la familia y en la sociedad en que vivimos.

Debería bastar el tener fe, para ser nosotros mismos dignos de la fe de los demás, de la confianza de aquellos con los que vivimos.

Ser religioso es:

 Cumplir nuestras obligaciones para con Dios.  

 Dialogar con Dios, orar.  

 Respetar a los creyentes que pertenecen a otras religiones.  

 Tratar a los que no creen con amabilidad y respeto, evitando discusiones inútiles que nos dividen.  

 Demostrar nuestra fe haciendo el bien a los demás.