Sin la Eucaristía, la Iglesia sería una especie de museo, ha dicho el cardenal Ratzinger. Agrego: un museo desolado y desolador.
¡Qué emocionante encíclica ha publicado el Papa! Su tema: la Eucaristía; su importancia: la vida misma de la Iglesia. Y es que los católicos hemos abandonado, en mayor o menor medida, la intensidad del momento eucarístico, la comunión con Cristo, como fundamento de toda nuestra vida.
El pensador alemán Nietszche se burlaba de los católicos porque cuando salíamos de la misa en lugar de tener cara de resucitados nos poníamos a hablar del tiempo, de si iba a llover o del último escándalo de la política. Una señora mexicana, protestante, le dijo a un sacerdote católico español que la razón de peso por la que ella no creía que Cristo estaba en la Sagrada Forma es que ella no veía congruencia entre nosotros. Decía: “Si de verdad estuviera, los católicos se la pasarían todo el día frente al Sagrario; si yo creyera lo que creen ustedes, no saldría nunca del templo”.
Es, por desgracia, muy cierto. Cuánta falta nos hace a los católicos hablar, hablar mucho, hablar muchísimo de la Eucaristía: ¡ahí está Dios con nosotros! En el fondo, como que no nos la creemos. Como que forzamos las cosas para recibir con devoción un pedazo simbólico de pan, bromeando, incluso, sobre su consistencia, sobre la Presencia divina en él.
A la gente de la Adoración Nocturna, por ejemplo, no se nos ocurre admirarlos. Nos parece que “pierden” un poco el tiempo. Nosotros salimos a “ganarlo”, transformándolo en dinero. Ellos se quedan ahí, adorando al Amor, como diría San Francisco de Asís. Marta y María; pero la que se queda con Cristo, lo dijo Él mismo, se lleva la mejor parte.
Sin la Eucaristía, la Iglesia sería una especie de museo, ha dicho el cardenal Ratzinger. Agrego: un museo desolado y desolador. Juan Pablo ll va a la esencia misma del ser de la Iglesia: sin la Eucaristía, esta amada Iglesia nuestra, que congrega a mil 300 millones de seres humanos, sería —¿me permiten el término?—una gran impostura.
La Iglesia verdadera, la que fundó Cristo y de la cual Pedro fue cabeza, no está sustentada en simbolismos, metáforas, realidades supuestas. En la Sagrada Forma está Cristo. No, no es un cuento de hadas ni un ejercicio para atraer señoritas casaderas: es la historia de amor más grande de la Historia, encerrada en el signo visible y tangible de un trozo de pan.