La paz florece de las lágrimas
"La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa...", decía Erasmo de Rotterdam. Y aunque hay siempre el “derecho de legítima defensa” del que tanto se habla en estos días, no es menos cierto que no hay que hacer daño a gente inocente. El que hace violencia injusta a un pueblo no deja a este pueblo amigo, y si no se hace con absoluta justicia este pueblo oprimido se sentirá humillado, y luego levantará la cabeza contra el agresor: el oprimido siempre levantará la cabeza, y entonces volverá su furor contra el agresor.
Si la espiral de violencia no conduce a nada bueno (como vemos en el próximo oriente), ¿cuál es la solución de un conflicto como el que tenemos estos días?
Las lágrimas del siglo XX han preparado una «nueva primavera del espíritu», decía el Papa a comienzos de año, y ahora, al ver de qué es capaz el corazón del hombre, entendemos aún más que la guerra, la violencia, la injusticia, la degradación moral... son los males que siembra el demonio que siempre se cierne sobre los hombres buscando a quien hacer daño, pero esos males no tienen la última palabra. Por encima de ellos podemos y debemos construir una «civilización digna de la persona humana»: la respuesta al atentado a las torres gemelas ha de ser el compromiso por un futuro digno del hombre.
El Apocalipsis presenta «los desolados páramos de la tierra por los que corren los caballeros que sostienen la corona del poder triunfador, la espada de la violencia, la balanza de la pobreza y del hambre, la hoz afilada de la muerte». «Frente a las tragedias de la historia y frente la inmoralidad que avanza», Juan Pablo II reconocía que viene espontáneamente a los labios la pregunta que presentaba a Dios el profeta Jeremías: “¿Por qué tienen suerte los malos?”.
El problema no está en Dios, sino en la libertad del hombre capaz de rebelarse y hacer tanto mal: «la luz no está ausente por el hecho de que algunos se hayan cegado a sí mismos, más bien los ciegos permanecen en la obscuridad por su culpa, mientras que la luz continúa brillando. La luz no somete a nadie por la fuerza, ni Dios obliga a nadie a aceptar su sabiduría», decía el obispo de Lyon que fue martirizado alrededor del año 200.
Y el Papa insistía en que «es necesario un esfuerzo continuo de conversión que corrija la ruta de la humanidad para que escoja libremente seguir la "sabiduría de Dios", es decir, su designio de paz y de amor, de verdad y de justicia». Pues el gran enemigo es el olvido de algo divino que está en el hombre, que hace de los demás un enemigo en vez de ver en ellos la imagen de Dios. El cochino egoísmo que empozona todo con su maloliente ungüento.
Quizá uno de los males de hoy sea la falta de esperanza, la inseguridad del mañana, el miedo al futuro: «Éste atenaza con frecuencia a las generaciones jóvenes, llevándoles por reacción a caer en la indiferencia, a claudicar ante los compromisos de la vida, al embrutecimiento de la droga, de la violencia, de la apatía». Un miedo que en la sociedad actual ofusca «la alegría por todo niño que nace», que no deja tener hijos por el miedo al fracaso como padres.
Juan Pablo II nos recuerda aquel “no tengáis miedo” de Jesús, pues no estamos solos, podemos «vencer al Maligno con la fuerza de la presencia eficaz del Padre de los cielos». Hemos de llevar a los demás la razón de nuestra esperanza, «apuntar hacia la esperanza es una tarea fundamental de la Iglesia». Hace pocos años, en la sede de las Naciones Unidas de Nueva York, decía el Papa: «No debemos tener miedo al futuro», en el milenio que comienza podemos construir «una civilización digna de la persona humana, una auténtica cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, al hacerlo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano». Palabras muy actuales para disponernos a edificar sobre las ruinas de esas torres, no para destruir más torres inocentes.
Recuerdo la carta que el cardenal de Nueva York, Edward M. Egan, envió a las Iglesias del mundo en español en la que pide que se haga justicia a todos los autores de los atroces crímenes de los atentados y asegura que los estadounidenses no se dejarán llevar por el odio y la venganza: «Hemos visto la maldad de cerca, y nos esforzamos por entender --añade--. Los sucesos del 11 de septiembre nos han turbado y confundido. Pero éstos no han debilitado nuestra fe. Sabemos con certeza que somos los hijos de un Dios amoroso que nos ha creado para vivir toda una eternidad junto a Él».
Estos días se ha observado un gran fervor espiritual en tantos sitios tanto en Estados unidos como fuera, y aunque hemos visto la faz del demonio, pues las imágenes que seguimos en la televisión son la más clara expresión del rostro de Satán: el humo que despiden las Torres Gemelas de Nueva York tras el atentado del pasado día 11 de septiembre.
Pero basta ver la dedicación de los policías, bomberos, profesionales en el área de la salud, etc. para entender que el pueblo ha salido más fortalecido de esta prueba: «Somos un pueblo unido, un pueblo con mucho valor», sigue diciendo el Cardenal, y al igual que el apóstol Pablo estamos «agradecidos a quien nos ha fortalecido, Cristo Jesús, Nuestro Señor. En Él depositamos nuestra confianza. En Él encontramos entendimiento, fuerza y paz».