La mujer en la Iglesia hoy sirve más que las diaconisas
En Alemania, ciertos sectores de la teología y parte de los políticos
cristiano-demócratas -como el ministro Erwin Teufel- intentan abrir el
diaconado a las mujeres, como primer paso hacia el sacerdocio femenino. En
esta entrevista a Die Tagespost, el profesor Gerhard Ludwig Müller,
catedrático de Teología en la Universidad de Munich y profesor invitado en la
Facultad de Teología de San Dámaso de Madrid, explica las recientes
deliberaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el
diaconado.
¿Es el diaconado un sacramento propio?
La Iglesia enseña con claridad que el sacramento del Orden es uno de los
siete sacramentos de la Iglesia; como ejercicio pleno, en el Espíritu Santo,
de la misión única en su origen de los apóstoles de Cristo, es ejercido en su
plenitud por el obispo. La participación diferenciada en él se denomina, según
el grado de su concreción, presbiterado o diaconado.
¿Se puede separar acaso el diaconado de las mujeres del sacerdocio
femenino?
¡No! Por razón de la unidad del sacramento del Orden, que ha sido subrayada
en las deliberaciones de la Comisión Teológica, no se puede medir con
diferente rasero. Sería entonces una verdadera discriminación de la mujer si
se la considerara apta para el diaconado, pero no para el presbiterado o el
episcopado. Se rompería de raíz la unidad del sacramento si, al diaconado como
ministerio del servicio, se opusiera el presbiterado como ministerio del
gobierno, y de ello se dedujera que la mujer tiene, a diferencia del varón,
una mayor afinidad para servir, y por ello sería apta para el diaconado pero
no para el presbiterado. Pero el ministerio apostólico en su conjunto es un
servicio en los tres grados en los que es ejercido.
La Iglesia no ordena a las mujeres no porque les falte algún don espiritual
o algún talento natural, sino porque -como en el sacramento del matrimonio- la
diferenciación sexual y de relación entre hombre y mujer contiene en sí un
simbolismo que presenta y representa en sí una condición previa para expresar
la dimensión salvífica de la relación de Cristo y la Iglesia. Si el diácono,
con el obispo y el presbítero, a partir de la unidad radical de los tres
grados del Orden, actúa desde Cristo, cabeza y esposo de la Iglesia a favor de
la Iglesia, es evidente que sólo un hombre puede representar esta relación de
Cristo con la Iglesia. Y al revés es igualmente evidente que Dios sólo podía
tomar su naturaleza humana de una mujer, y por ello también el género femenino
tiene en el orden de la gracia -por la referencia interna de naturaleza y
gracia- una importancia inconfundible, fundamental, y en modo alguno meramente
accidental.
¿Hay en realidad declaraciones doctrinales vinculantes acerca de la
cuestión del diaconado femenino?
La tradición litúrgica y teológica de la Iglesia emplea un lenguaje
unívoco. Se trata en este asunto de una enseñanza vinculante e irreversible de
la Iglesia, que está garantizada por el magisterio ordinario y general de la
Iglesia, pero que puede ser confirmada nuevamente con una mayor autoridad si
se continúa presentando de modo adulterado la tradición doctrinal de la
Iglesia, con el fin de forzar la evolución en una determinada dirección. Me
asombra el escaso conocimiento histórico de algunos y la ausencia del
sentido de la fe; si no fuera así, deberían saber que nunca se ha logrado
y nunca se conseguirá poner a la Iglesia, precisamente en el ámbito central de
su doctrina y liturgia, en contradicción con la Sagrada Escritura y con su
propia Tradición.
¿Qué ocurre si un obispo válidamente ordenado, fuera de la comunión
de la Iglesia, ordena a una mujer como diaconisa?
De modo invisible, es decir, ante Dios, no sucede nada, pues tal ordenación
es inválida. Visiblemente, es decir, en la Iglesia, sí sucede algo, pues un
obispo católico que lleva a cabo una ordenación irregular incurre en la pena
de excomunión.
¿Podría el Papa decidir que, en el futuro, las mujeres recibieran
el diaconado?
El Papa, al contrario de lo que piensan muchos, no es el dueño de la
Iglesia o el soberano absoluto de su doctrina. A él sólo le está confiada la
tutela de la Revelación y de su interpretación auténtica. Teniendo en
consideración la fe de la Iglesia, que se expresa en su práctica dogmática y
litúrgica, es del todo imposible que el Papa intervenga en la sustancia de los
sacramentos, a la que pertenece de modo esencial la cuestión del sujeto
receptor legítimo del sacramento del Orden.
¿Están excluidas las mujeres por completo de la participación en
los servicios eclesiales? ¿No hay lugar para las mujeres en la Iglesia?
Si dejamos a un lado una reducción clerical de la Iglesia, la pregunta no
se plantea ya de este modo. La Iglesia, en sus procesos vitales y en su
servicio al hombre, es una corresponsabilidad esencial de todos los
cristianos, precisamente también de los laicos; en muchos países no podemos
quejarnos actualmente de un exceso de apostolado activo de los laicos.
Pensemos en el dramático retroceso de las Órdenes y comunidades religiosas
femeninas, sin las que la Iglesia no hubiera enraizado nunca en las diferentes
naciones y culturas. En los ministerios específicos de Derecho canónico y
humano, a los que pueden ser también llamados los laicos a colaborar junto con
la jerarquía, es decir, obispo, presbítero y diácono, las mujeres desempeñan
servicios importantes para la Iglesia, y que también para ellas mismas son
satisfactorios desde el punto de vista humano y espiritual. Lo que hoy en día
llevan a cabo las mujeres como profesoras de Religión, profesoras de Teología,
agentes de pastoral, y también las actividades no retribuidas en las
comunidades, va mucho más allá de lo que hacían las diaconisas de la Iglesia
primitiva. El restablecimiento del antiguo ministerio de las diaconisas sería
únicamente un anacronismo divertido. Por el contrario, el Concilio ha marcado
las directrices del futuro de la colaboración de los laicos en el capítulo 4
de la Constitución Lumen gentium, por desgracia poco estudiado.