La Iglesia ante las críticas
Hay quienes se sienten sorprendidos por los recientes ataques contra la Iglesia católica. Obispos y sacerdotes, religiosos y laicos, instituciones y personas concretas, reciben continuamente ataques desde algunos medios de comunicación, algunas autoridades públicas o desde organizaciones no gubernativas.
Los ataques son revestidos con fórmulas que buscan hacerlos aceptables a una sociedad cada día más desorientada. Normalmente pocos de estos atacantes dicen que la Iglesia “miente” al anunciar que Cristo ha resucitado, o que ha dado el mandato de predicar el Evangelio y bautizar a todos los pueblos, pues eso no causa un gran “escándalo”. Prefieren, más bien, acusar a la Iglesia de enemiga de los derechos humanos, de sociedad medio secreta que intriga en la política y se opone a la democracia, de promotora del odio hacia algunos grupos concretos de personas, de incapaz de tolerancia, de misógina o de homófoba, etc.
La realidad es precisamente la contraria. Cuando la Iglesia, desde la fuerza que recibe de Cristo resucitado, desde la iluminación que reconoce en la presencia del Espíritu Santo, habla de Dios y de misericordia, ofrece al mundo el camino más seguro para el respeto y el amor, para la justicia y la paz.
Si Dios ama a cada hombre y a cada mujer, si ofrece el perdón a todos (al criminal, al traidor, al amigo de lo ajeno, al que se deja arrastrar por las pasiones del sexo o del apetito), entonces uno descubre una llamada particular a ayudar y tender la mano a todos, sea cual sea la historia de cada vida. El amor de Dios no hace distinciones: nos invita a todos al respeto universal.
A la vez, declarar que algunos actos son pecado no es sinónimo de promover la intolerancia, sino el deseo sincero de descubrir lo que está mal para evitarlo, para vivir según el dinamismo del amor verdadero.
En cambio, sí se promueve la intolerancia con la actitud de quienes buscan mil maneras de desprestigiar a la Iglesia, de manipular su mensaje, de promover odio o desconfianza hacia ella (en cada uno de sus miembros: el Papa, los obispos, los sacerdotes y religiosos, los laicos).
Por más que arrecien los ataques, la Iglesia mantendrá firme, serena, segura, su bandera. No se apoya en fuerzas humanas, quizá no tiene la posibilidad de hacer llegar su mensaje a los medios masivos de comunicación social. Su fuerza arranca de Dios, un Dios que tiene mil maneras de superar las injusticias y de hablar a los corazones. Aunque muchos quieran callar o denigrar la voz que enseña en nombre de Cristo.
Harían bien en recordarlo los enemigos de la Iglesia. Durante siglos, muchos han buscado obligarla al silencio, dividirla con herejías o disputas internas, condenarla al exilio o a la muerte. A pesar de sus esfuerzos, fracasaron con las injustas persecuciones de emperadores romanos, de reyes pseudocatólicos que oprimían a obispos y sacerdotes, de marxistas y de fascistas que en nombre de la liberación de clase o de raza llevaron a miles de sacerdotes y laicos a los campos de concentración.
Algunos hoy vuelven al ataque. Incluso entre las filas católicas hay quienes critican a los obispos en estos momentos de dolor, cuando lo que todos deberíamos hacer es cerrar filas en torno a nuestros pastores para pedir, con sencillez, perdón y misericordia para quienes promueven el engaño y la mentira sistemática.
Es un momento apasionante. Es un momento en el que podemos unirnos más estrechamente a Cristo. Si a Él le persiguieron, no podemos pretender escapar de una cruz que también nos corresponde. Llegará algún día la hora de la resurrección. En esa hora, el amor, que es más fuerte que cualquier odio, podrá incluso ganar los corazones de los que hoy arrojan piedras de venganza...