El próximo domingo 5 de julio es el día señalado para que la ciudadanía exprese sus decisiones en torno a la elección de diputados federales, de algunos gobernadores y congresos estatales, de delegados capitalinos y representantes en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.
De acuerdo a los tiempos que marca la ley electoral, se deben suspender las campañas de los partidos y sus candidatos para dejar el espacio a la opinión ciudadana. Han sido excesivos, al grado de llevar al hastío, los mensajes políticos que hemos recibido durante dos meses a través de los medios de comunicación. Mensajes con tantas promesas como contradicciones. No han faltado los enfrentamientos entre políticos de distintos signos, algo natural en tiempos de campaña, pero también hemos visto con sorpresa y escándalo las divisiones canibalescas al interior de algunos grupos que comparten la misma ideología aunque no los mismos métodos. La ambición, la soberbia y el embuste sigue marcando el paso de algunos conocidos personajes que no guardan las formas más elementales de respeto y coherencia en su camino obsesionado hacia el poder.
Ha llegado el momento de tomar decisiones.
La primera exigencia para los ciudadanos es la participación. Muchos piensan que los partidos políticos están reprobados en sus propuestas y en sus actitudes. Esperemos que no debamos decir lo mismo de los ciudadanos. El abstencionismo es una muestra de indolencia y de falta de compromiso que no puede justificarse en un país que busca consolidar y fortalecer la democracia. El abstencionismo no sólo es un fracaso de las instituciones sino un pésimo diagnóstico de la sociedad: apatía, irresponsabilidad, incapacidad para tomar la iniciativa del rumbo político y social que queremos, dejando que sea un pequeño grupo el que decida el futro por nosotros. El abstencionismo nos descalifica para ser críticos ante la autoridad y para exigirle el cumplimiento de sus obligaciones.
La segunda exigencia es votar de una manera consciente y razonada. Con libertad, pero con coherencia. Debemos superar de una vez por todas el voto corporativo, el voto comprado, el voto manipulado. Cada ciudadano debe considerar las propuestas para valorarlas desde sus propias convicciones. Aquí es donde está el momento importante para los creyentes que ejercen sus derechos políticos: no pueden dejarse llevar por la demagogia. Dice al respecto el Papa Benedicto XVI: “la moral política consiste en resistir a la seducción de la grandilocuencia con la que se juega con la humanidad, el hombre y sus posibilidades”. En otras palabras, demasiadas promesas que van más allá de nuestros alcances reales, son propuestas inmorales que pronto nos llevarán a la decepción y al fracaso. Igualmente, con mucho rigor, el creyente debe saber tomar distancia de aquellos que atentan contra la dignidad de la persona, el respeto a la vida y los bienes, por ser incompatibles con las propias convicciones; también sobre este punto señala el Santo Padre: “quien incluya en sus programas la muerte de inocentes o la destrucción de la propiedad ajena, no podrá nunca justificarse con la fe”.
Todos los católicos son parte de una sociedad donde hay muchos puntos de vista para encontrar soluciones a los problemas y desarrollar la justicia social. Los creyentes tienen también la libertad y el deber de expresar sus criterios para construir en la sociedad el bien común. La libertad religiosa no sólo implica la celebración del culto debido a Dios, sino la libertad de manifestar las convicciones en medio de la actividad política y cultural de la sociedad a la que se pertenece. Nadie tiene derecho a impedir que los creyentes expresen sus propios valores, una magnífica oportunidad para ello es el tiempo de las elecciones, donde se decide en conjunto el futuro inmediato de una sociedad.