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La ficción en la novela de El Quijote

Mario Vargas Llosa dice que, antes que nada, Don Quijote de la Mancha es una imagen: la de un hidalgo cincuentón y tan esquelético como su caballo Rocinante, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras.  

Lo anima resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes que recorrían el mundo socorriendo a los débiles y desfaciendo tuertos.  

La literatura caballeresca que hace perder los sesos a don Quijote no es “realista”. El sueño que convierte a Alonso Quijano en don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar el pasado, sino en algo todavía más ambicioso: realizar el mito, transformar la ficción en historia viva. Este empeño va infiltrándose en la realidad debido a la fanática convicción con la que el Caballero de la Triste Figura lo impone a su alrededor, sin arredrarlo en absoluto las palizas y los golpes y las desventuras que por ello recibe.  

En su espléndida interpretación de la novela, Martín de Riquer insiste don Quijote no cambia, se repite una y otra vez, sin que nunca vacile su certeza de que son los encantadores los que trastocan la realidad para que él parezca equivocarse cuando ataca molinos de viento, odres de vino, carneros o peregrinos creyéndolos gigantes o enemigos. Pero, aunque don Quijote no cambia, lo que sí va cambiando es su entorno, las personas que lo circundan y la propia realidad que, como contagiada de su poderosa locura, se va desrealizando poco a poco hasta convertirse en ficción. Éste es uno de los aspectos más sutiles y también más modernos de la gran novela cervantina.  

El Quijote no saca de esas malas experiencias una lección de realismo. El propio Sancho Panza, a quien en los primeros capítulos de la historia se nos presenta como un ser terrícola, materialista y pragmático a más no poder, lo vemos, en la Segunda parte, sucumbiendo también a los encantos de la fantasía, y, cuando ejerce la gobernación de la Ínsula Barataria, acomodándose de buena gana al mundo del embeleco y la ilusión.  

Su lenguaje, que al principio de la historia es chusco, directo y popular, en la Segunda parte se refina y hay episodios en que suena tan culto como el de su propio amo.  

Los amigos del pueblo de don Quijote, dice Vargas Llosa, tan adversos a las novelerías literarias que hacen una quema inquisitorial de su biblioteca, con el pretexto de curar a Alonso Quijano de su locura recurren a la ficción: urden y protagonizan representaciones para devolver al Caballero de la Triste Figura a la cordura y al mundo real. Pero, en verdad, consiguen lo contrario: que la ficción comience a devorar la realidad. El bachiller Sansón Carrasco se disfraza dos veces de caballero andante, primero bajo el seudónimo de Caballero de los Espejos, y, tres meses después, en Barcelona, como Caballero de la Blanca Luna. La primera vez el embauque resulta contraproducente, pues es el Quijote quien se sale con la suya; la segunda, en cambio, logra su propósito, derrota a aquél y le hace prometer que renunciará por un año a las armas y volverá a su aldea, con lo que la historia se encamina hacia su desenlace.  

Cerca de su muerte, el Quijote vuelve a la realidad cuando ésta, en torno suyo, ha mudado ya, en buena parte, en ficción, como lo muestra Sancho Panza exhortando a su amo, junto a la cama en que éste agoniza, a que “no se muera” y más bien se levante “y vámonos al campo vestidos de pastores” a interpretar en la vida real esa ficción pastoril que es la última fantasía de don Quijote (II, 74).  

Al mismo tiempo que una novela sobre la ficción, el Quijote es un canto a la libertad. Citamos la famosa frase de don Quijote a Sancho: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres (II, 58).  

Detrás de la frase asoma la silueta del propio Cervantes, que sabía muy bien de lo que hablaba, pues pasó cinco años cautivo en Argel y tres veces estuvo en la cárcel en España por deudas y acusaciones de malos manejos cuando era inspector de contribuciones en Andalucía para la Armada Invencible.  

(Martha Morales, sacado de un ensayo de Mario Vargas Llosa, titulado “Un novela para el siglo XXI”, publicado en la Edición del IV Centenario, por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española).