Cuentan de un pescador que vivía feliz en un pueblecito costero, y un día al volver temprano de su jornada marinera le dijo un amigo empresario que si volvía más tarde y trabajaba más horas que las necesarias para vivir al día podría, con el beneficio de las ganancias, poder comprar otro barco y ganar más, y así ir montando una factoría para que un día, después de trabajar mucho muchos años, dedicarse a poder vivir pacíficamente en un pueblecito costero, pescar cuando quisiera y poder estar con la familia y los hijos y salir al bar y pasear con los amigos al anochecer, y charlar y disfrutar de una noche estrellada... –“¿Para qué tanto esfuerzo y tantos años malviviendo, si es lo que hago ya aquí?” La contesta del pescador no dejaba opción de réplica.
El otro día hablábamos un grupo de amigos sobre las expectativas de felicidad que tenemos en la vida, y de las posibilidades que ofrece la educación para enseñar a aprender a ser felices. Quizá la primera cosa que tendríamos que saber enseñar es que no nacemos felices o desgraciados, sino que aprendemos a ser una cosa u otra, dependiendo de nuestras elecciones personales y no de las circunstancias externas.
Decía uno de los contertulios que estamos todos enganchados como en la película “Matrix” a una esclavitud. Hemos de estar todo el santo día produciendo: subir, tener éxito, un nivel de vida adecuado, para alimentar la vaca sagrada del Estado del bienestar, que nos dice que nos matemos trabajando (como una Multinacional, nos paga viajes y un buen coche y una buena casa para después chuparnos todo lo que puede y devolvernos la cáscara de nosotros mismos cuando ya no les hacemos falta); y entonces seremos felices... mientras, quizá hemos perdido la salud a causa del estrés o se ha separado la familia por falta de dedicación. Y alimentados con estos proyectos temporales que se toman como metas absolutas -perdido del horizonte la trascendencia y el amor para siempre, que da sentido a la vida-, nos dejamos deslumbrar por eslóganes publicitarios: aspiramos comprar un coche que –como anuncia la modelo de turno- si lo tienes “flipas” de gozo, y así entre productos y “momentos Nescafé”, “sonrisa Profident”, y “cuerpos Danone” vamos poniendo en ellos el objetivo de nuestros amores... Y uno se deja llevar por las cosas que ofrece el mercado de consumo, pues si no se produce se ha de consumir, y así seguimos enganchados al sistema, con un frenesí por consumir productos o entretenimientos que nos ofrece el marketing de las empresas y seguimos alimentando la vaca sagrada. Si viene una depresión como consecuencia de la frustración continua de no encontrar lo que buscamos, de sentirnos engañados por la publicidad, podemos siempre aliviarnos con las vías de escape que se nos ofrecen (sexo, alcohol y drogas) o las pastillas descritas por A. Huxley en “Un mundo feliz” (allá se llamaban “soma”, nosotros tenemos el Prozac o cualquier otro generador de serotonina).
Muchas penalidades, por no decir todas, nos vienen por buscar de manera equivocada la alegría, y mucha gente necesita recuperar “el gusto de la felicidad”. Es verdad que no será nunca completa en esta vida, aunque hay razones más que suficientes de alegría para estar contentos, y la clave es saberla descubrir en cada momento y en cada circunstancia. No hay recetas. Pero sirven algunas cosas, como por ejemplo valorar las fuerzas positivas de nuestra alma, lo bueno que hay en todo: con agradecimiento por las cosas que tenemos, como levantarnos cada día gozando de ver tantas maravillas, poder aprender de tanta gente que nos rodea... Como también somos felices cuando no nos cerramos en nuestros errores sino que los asumimos, para transformar el fracaso en victoria aprendiendo, convirtiéndolo en experiencia. El secreto es no cerrarnos sino abrirnos a los demás sin desconfianzas, comprendiendo a cada uno tal como es y buscando no lo que separa sino lo que une. En definitiva, hay que tener un ideal, alguien a quien amar y que centre nuestra existencia y hacia donde dirigir nuestras mejores energías, y dar cada día un paso.
Decía el beato J. Escrivá que quizá no hay nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños sufridos por la corrupción o falsificación de la esperanza; y que lo que importa para ser feliz no es una vida cómoda sino tener un corazón enamorado. El amor es preocuparse por buscar el bien del amado y esto es lo que hace feliz: lo que cuenta no es tanto lo que hacemos, sino el amor con el que lo hacemos. La vida se convierte así en una canción que tiene una letra y una música. La letra puede volverse cansina y monótona si no fuera por la música que es el amor que ponemos en todo, y así de algo que sería rutina se hace una canción entusiasmante, nuestra vida entera es una canción de amor.