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La Conversión ¿Vuelta a Dios?

La Conversión


¿Vuelta a Dios?


El tiempo cuaresmal nos introduce en el ámbito de
un reencuentro personal y colectivo del hombre consigo mismo y con
Dios, así cómo, con las verdades eternas y sobrenaturales que la
pedagogía divina de la salvación ha querido marcarnos para
impulsarnos a la conversión y a la penitencia, principio y
fin de su rehabilitación y condición para recuperar lo que con sus
solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad con Dios, su gracia y
la vida sobrenatural, la única en la que puede el ser humano
encontrar aquellas respuestas que le den sentido a su existencia.

Este tiempo, que ha de ser propicio, nos sitúan
ante la imperiosa necesidad que tiene el hombre de iniciar el
proceso de su conversión, único camino posible para lograr el
equilibrio que lo conduce a la paz interior: concordia de cuerpo y
alma, unidad del ser.

Lo que la llamada a la penitencia y a la
reconciliación tiene de específico, frente a otras llamadas o medios
que pueden provenir del mismo mensaje cristiano, es el llamado a
procurar un cambio, una vuelta, una renuncia a posiciones estables,
definitivas, inamovibles, que el hombre establece por razones de
egoísmo, de comodidad o conveniencia, sin tener en cuenta a los
demás, con sus necesidades y derechos, por ello prescindiendo de
Dios, de su soberanía y voluntad, o adulterando la propia armonía de
la naturaleza de la que el hombre es deudor.

La llamada a la conversión es una llamada a
salir, a distanciarse y despegarse del propio "yo", con sus
intereses y pretensiones egoístas, para ponerse en un camino de
acercamiento, en una actitud de diálogo, en una disposición de
solidaridad hacia los demás; por ello, lo específico de la
conversión es el bien que se busca desde la raíz misma del mal, que
está en el corazón mismo del hombre, allí donde solamente puede
entrar con libertad, con soberanía, cada uno dentro de sí mismo,
allí donde se decide por tanto, el bien, asumiendo sinceramente las
propias responsabilidades.

Lo específico de la conversión es que se comienza
por reconocer lo que hay de mal en la realidad y lo que uno tiene
que ver con éste mal, ya que no se puede curar una enfermedad que no
es reconocida. No se puede edificar sobre arena, es decir, no se
puede nacer a una vida nueva, al hombre nuevo, sin morir al hombre
viejo.

¿Cómo se puede hacer para que el hombre de hoy
reconozca esta realidad y la acepte, ayudándolo a reconocerse
pecador?

La auténtica y profunda realidad del pecado se ha
reconocido siempre desde la realidad del amor y de la misericordia
divina. La conversión se produce cuando se descubre o se intuye que
Dios viene a nuestro encuentro. La conversión es por lo tanto, un
movimiento que no se inicia si no se ha sentido ya como llamada,
acción de la gracia, que como una promesa, nos hace intuir la mano
extendida del Dios de la misericordia y del perdón. La conversión
cristiana, apunta y se dirige siempre a Jesucristo, nos lleva y nos
conduce a Él.

No es el pecado lo que mueve al hombre a cambiar,
sino la esperanza de encontrar en Cristo la salvación, ya que el
sentimiento aislado del propio pecado, sólo produce el desprecio de
uno mismo y nos lleva a la desesperación. La conciencia cristiana
del pecado depende por lo tanto, fundamentalmente de la fe en
Jesucristo, ya que sentirse pecador en el contexto bíblico y
cristiano significa humillarse y considerarse indigno ante la
presencia de Jesús, ante la manifestación de su santidad y de su
gracia: "Apártate de mi, que soy un pecador".

Desde esta perspectiva, penitencia y
reconciliación, puede decirse que se apoyan sobre el cauce de los
siete sacramentos y por ellos discurre el proceso de la conversión
que el cristiano está llamado a realizar en su vida, conducido por
Jesús y por la Iglesia.

Siguiendo este proceso el cristiano puede llevar
a cabo su obra de conversión, en comunión sacramental con Cristo y
con su Iglesia, edificándose y fortaleciéndose con la virtud de los
signos sagrados.

¿Penitencia o reconciliación?

Estos dos conceptos, que son claves para entender
la realidad del sacramento de la penitencia, no deben ser
contrapuestos, como si se tratara de poner fin al régimen de la
"penitencia", para optar declaradamente por el de "reconciliación".
Es cierto que la expresión "sacramento de la reconciliación"
concuerda más con la sensibilidad del hombre contemporáneo, y que la
de "sacramento de la penitencia" podría evocar imágenes de una etapa
ya superada, más propia de una religiosidad oscurantista, rechazada
hoy por un hombre de talante más abierto y secular; sin embargo, el
hombre contemporáneo no es insensible a la idea de la recuperación
del sentido de la vida, de la reconciliación consigo mismo o de
cambio del proyecto vital. En el fondo de estas ideas está
subyacente el sentido último de la verdadera penitencia, de la "metanoia"
evangélica.

En el sacramento de la penitencia no hay
reconciliación sin penitencia, al menos entendida esta última como
exigencia de una realización posterior a la previa recepción de la
absolución sacramental. Los términos reconciliación y penitencia se
implican y se explican mutuamente.

El penitente que recibe el perdón sacramental
debe estar dispuesto a objetivar no sólo en buenos deseos, sino
además, en frutos u obras de penitencia el camino de su conversión
personal; de hecho, la reconciliación sin la penitencia no se
conjugaría adecuadamente con la libertad y la responsabilidad del
hombre, pues el perdón sería acogido por un penitente, cuyo papel
quedaría reducido al de un sujeto meramente pasivo. El perdón
concedido por el rito sacramental no puede ser concebido como una
simple amnistía. Cuando Santo Tomás de Aquino habla de los actos del
penitente como materia del sacramento, está elevándole a la
categoría del concelebrante: en él también la Iglesia hace
penitencia y se actúa la redención del Señor. Los actos del
penitente, siempre acompañados por la gracia sacramental, van
regenerando evolutivamente al miembro doliente del Cuerpo del Señor,
hasta integrarlo plenamente en el flujo vital de la caridad
eclesial. No puede haber plena integración eclesial si no hay plena
curación.

Según lo expuesto, podemos decir, que el
sacramento de la penitencia implica no sólo una reconciliación con
Dios y una reconciliación con la Iglesia, es también una
reconciliación con uno mismo.

La estructura antropológica de la reconciliación
del cristiano pecador se actúa en la penitencia mediante la parte
que le toca al penitente como sujeto activo en la obra de su propia
reconciliación, por lo que es necesario, volver a recuperar el valor
de la satisfacción sacramental, las obras de penitencia propuestas
por el ministro del sacramento, que en este caso no actúa sólo ni
principalmente como juez, sino sobre todo como médico, maestro y
pastor.

El llamado a la conversión es siempre nuevo y
actual, tenemos la necesidad de convertirnos, esto es de propiciar
un cambio de mentalidad y de actitudes como una exigencia de la
cercanía inminente del reino (Mc 1, 15).

Toda la Iglesia tiene que ponerse en actitud de
conversión, e Iglesia somos todos los bautizados, lo cual supone,
ante todo la toma de conciencia serena de un pecado que llevamos
dentro: "Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando" (
1 Jn 1, 8). Supone también esta conversión, descubrir que hay un
pecado en los hombres, en sus actitudes o instituciones, del cual
somos todos, en un sentido u otro, cómplices y responsables, esto es
lo que a veces se llama "situación de pecado" esto es: injusticias,
desigualdad, insensibilidad ante el dolor y la pobreza, etc.

El llamado a la conversión implica una vuelta a
Dios por medio de la Iglesia, cuya misión es una sola: salvar
integralmente al hombre; como "la vocación suprema del hombre es una
sola, es decir divina (GS 22).

El reino de Dios ha entrado por Cristo en la
historia, el llamado es una invitación a la conversión y a la fe, al
anonadamiento y a la cruz, como condición esencial de seguimiento
del Señor, es una exhortación a la vigilancia y a la fidelidad.