“Los policías son mis amigos”
Ya anciana, mi madre seguía siendo una mujer muy activa que no se dejaba vencer por el peso de los años. En cierta ocasión regresaba a su casa desde el mercado con una gran bolsa de mandado, cuando un policía la observó y decidió ayudarla. El gendarme tomó la pesada carga y acompañó a mi madre hasta la puerta de su hogar. Desde entonces, proclamaba con orgullo que los policías eran sus amigos y los trataba con maternal cariño.
¿Qué es la amabilidad?
Es la “disponibilidad al trato benévolo y delicado con los demás” (Diccionario de la Virtudes, Héctor Rogel Hernández, SCM 2003)
“Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo”. (Gál 5, 22-23)
Se es amable, naturalmente, cuando se tiene aprecio de la dignidad del hombre y cuando se reconoce también que todo lo que nos rodea, animales, plantas y cosas, tienen una especial dignidad. Somos amables si somos amigos, desde siempre, del mundo que nos rodea o si nos hemos reconciliado con él.
La amabilidad nace de esos buenos sentimientos que el hombre alberga por el simple hecho de ser imagen misma de Dios. O se es amable, principalmente, por el amor que se tiene a toda criatura por ser obra de Dios.
Por su parte, quien es amable con los demás se convierte en “digno de amor”, que de hecho, es la traducción exacta del latín amabilis del cual proviene nuestra palabra en español.
La buena educación
A los viejos nos tocó estudiar en la escuela el famoso Manual de Carreño; a mis abuelos los hacían aprender de memoria, ¡y practicar!, una serie de normas de buena educación que compiló un tal Catón, y todavía hace algunas generaciones se impartía en la escuela el famoso civismo que, después de haber sido suprimido, regresa de nuevo a las aulas escolares para evitar que nuestros niños caigan en la ley de la selva.
Para convivir, necesitamos algunas normas de “buena educación” que nos facilitarán el trato amable hacia los demás.
Esta buena educación que se nos enseñó en el pasado se ve todavía en nuestro trato con los indígenas que son extremadamente amables y corteses.
La urbanidad y las buenas maneras llegaron a la exageración cuando se convirtieron en una especie de código que se enseñaba (y se sigue enseñando) a los nobles para que se reconocieran entre ellos. Entonces se le dio el nombre de etiqueta.
Sin esa exageración, ¡qué agradable es convivir con una persona bien educada que no nos causa molestia ni repulsión por su trato ordinario o grosero!
Aprender a ser amables
En el seminario teníamos un sabio sacerdote que nos decía: “Hijitos, si no son sacerdotes santos, por lo menos sean educados”.
¡Qué importante es el trato educado, amable, a los demás! ¡Qué difícil es no dejarse llevar por el enojo, el fastidio, el malestar físico, la inconformidad en el trato con los demás! Y de un trato amable depende, en el caso de nosotros los sacerdotes, la impresión que nuestros fieles tengan de la Iglesia toda y, muchas veces, hasta su misma conversión y salvación.
La amabilidad se aprende en casa con el testimonio de los papás, principalmente con el trato entre ellos y con sus hijos. La familiaridad hace que olvidemos las normas de educación cuando una convivencia feliz depende también del cumplimiento de esas normas que significan el respeto nacido del amor.
Pidan los papás que entre hermanos se traten amablemente, aún en los momentos de enojo, evitando expresiones hirientes. Enseñen a sus hijos a ser amables, sobre todo con los más pobres y con los más necesitados.
Las normas de educación se aprenden desde la niñez y se hacen hábito, de tal modo que un niño bien educado lo es aunque no estén presentes sus padres.
El ejemplo arrastra
Cuentan de Víctor Hugo, un genio de la literatura francesa, que al salir de una fiesta se encontró con un limosnero que le pidió una moneda. El famoso escritor vivía una situación de pobreza típica de los intelectuales, se llevó la mano a la bolsa y no encontró ni una moneda. “Perdóname hermano, no tengo nada que darte”, le dijo. “Ya me diste, me llamaste hermano”, contestó el pordiosero.
En Suecia, en los años cuarenta, una mujer bajaba del ferrocarril cargada de maletas. Un caballero le ayudó a depositar las maletas en el andén y ella sintió que conocía a aquel hombre tan amable: “Yo lo he visto en alguna parte”. “Sí, soy el rey”, contestó aquel hombre que gustaba de andar por todos lados sin escolta y sin boato.