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Juan Pablo II, párroco del mundo

Desde dentro y fuera de la comunidad eclesial se ha reconocido a Juan Pablo II como un hombre excepcional, único, inclasificable, líder mundial indiscutible y acreedor al reconocimiento universal en favor de la paz y la justicia entre los pueblos. Juan Pablo II ha roto todos los moldes y barreras en sus relaciones personales e institucionales con los distintos gobiernos del mundo y con las demás religiones de la tierra.

Ahora bien, entre todos los reconocimientos y títulos póstumos que se han dado a la figura gigante del papa desaparecido, hay uno que le cuadra perfectamente y que ha cumplido con una precisión admirable. Es el de párroco del mundo.

Confieso que la primera vez que oí tal pretensión papal, al comienzo de su pontificado, la juzgué un tanto exagerada, aunque no exenta de buenas intenciones. La realidad superó lo previsible.

Al hacer ahora, tras su muerte, un somero balance de su ministerio papal apostólico, hay que reconocer que quizás el título que mejor le cuadre es éste. Juan Pablo II ha sido el padre bueno, el pastor solícito y el sacerdote santo y ejemplar, cuya vida y acción pastoral es y será paradigma para todos los sacerdotes del mundo entero.

Nadie mejor que el papa en imitar y seguir las huellas de Cristo, el buen pastor. Como él entregó su vida entera en favor de sus ovejas y en atraer a todas las descarriadas.

Hoy le lloran todos, pues deja huérfanos no a una diócesis, o a una nación, sino al mundo entero.