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Jesucristo, Verdadero Dios y verdadero hombre

El Cristo de los Padres y de los Concilios.

Jesucristo no es una parte de nuestra fe. No es siquiera un tema de estudio cuyos límites se pudieran determinar de antemano. Su persona ocupa el corazón del acto de fe y cualquier creyente está obligado a responder a la pregunta que Jesús planteaba: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Desde aquella profesión global y totalizante del grupo apostólico: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" hasta hoy, la respuesta se ha ido expresando y desarrollando de un modo progresivo. Queremos situar las grandes etapas de este desarrollo, no por preocupación meramente histórica, sino porque eso nos permite entroncarnos con la esencia de la fe: esa esencia que aún hoy corre el riesgo de ser deformada y desconocida.

1. EL PUNTO DE PARTIDA.

Evidentemente lo encontramos en el Nuevo Testamento. Es un punto de partida doble: está la fe de las primeras comunidades cristianas, y está la experiencia viva del grupo apostólico. Este último punto es la raíz de donde brota todo.

a) La experiencia del grupo apostólico. Cuando 'los apóstoles se encontraron con Jesús de Nazareth, vieron en El un simple hombre, el hijo de María. Ellos pensaron, como todo el mundo, que era hijo de José también. Vivieron con El durante varios meses, compartiendo su vida, su comida, su amistad y su trabajo. Para ellos se trataba de un ser excepcional, pero en principio era simplemente un hombre; un hombre enfrentado con la indiferencia y la hostilidad de unos, abierto a la amistad de otros, y angustiado ante la muerte. Cuando anunciaron a Jesús, le presentaron como un hombre "a quien Dios acreditó" (Act.2, 22).

¡Un hombre! ¡Nada del otro mundo! Sin embargo, ¡cuántos creyentes han sentido la tentación, y la sienten aún hoy, de minimizar, de reducir, de no tomar en serio este aspecto de la realidad de Jesús! Esa afirmación de los primeros cristianos a pesar de todo, es de capital importancia. Es un aspecto inseparable del aspecto total de Jesucristo y representa uno de los elementos esenciales del hecho de Jesús. Ser hombre no es solamente tener un cuerpo. Consiste ante todo en tener una conciencia humana, con sus límites, y una libertad humana con el riesgo de sus opciones. Precisamente por eso es por lo que Jesús pertenece a nuestra raza, y por eso precisamente Jesús puede comprendernos, hablarnos y salvarnos (2).

Pero en este hombre tan cercano a ellos, los apóstoles empiezan a ver y a adivinar poco a poco la acción y la presencia de Dios. Por su autoridad en obras y palabras, por su manera de vivir y de rezar, por los poderes divinos que asume y por las exigencias que formula, este hombre les plantea una pregunta: ¿Quién es?, porque "Jesús" no es un insensato, ni un blasfemo; es el profeta más equilibrado, el más humilde y sobre todo el más religioso; es el más atento cuando se pone a rezar con el Padre con una confianza de hijo, el más preocupado en proclamar su voluntad y el más decidido a someterse a ella aunque sea hasta la muerte. Ese es el rasgo más sorprendente y el más significativo de la actitud de Jesús, el rasgo que obliga a los Doce, y a rostros también, a plantearse esta pregunta:

"¿Quién es, pues, este hombre?" (3)

Solamente de una manera paulatina y progresiva respondieron Ion Do ce a la pregunta que les planteaba aquel hombre de carne y hueso que se atribuía unos poderes divinos y que exigía de los demás una elección definitiva v absoluta. Los apóstoles se guiaron principalmente por sus palabras; unas palabras que manifestaban una libertad y una soberanía sorprendentes respecto a la Ley y que mostraban cuál era su relación y su situación respecto a Dios, Unas palabras que confesaban que El era superior a Moisés y a los profetas del Antiguo Testamento: "Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pues yo os digo" (Mt. 5, 21-22; 27-28). El no se pone nunca a nivel de los discípulos, v a propósito de Dios apunta cuidadosamente: "Mi Padre y •; vuestro Padre".

Pero sobre todo fue el acontecimiento de la Pascua el que iluminó a los apóstoles. Entonces descubrieron la paradoja de ese hombre. Percibieron el secreto de su existencia; es sin duda el Hijo de Dios, y Dios lo ha constituido Señor al resucitarlo de entre los muertos. "Ciertamente, para ellos, Jesús es un misterio, un misterio al que no podrán acceder si no es mediante la fe. Pero esta fe está enraizada en una experiencia histórica. Por eso proclaman con una certeza inquebrantable que Jesús es verdadero Dios v verdadero hombre" (4).

b) La fe de las primeras comunidades. Sobre la fe, el testimonio y la predicación de los Doce reposa la certeza y la fe de las primeras comunidades cristianas (cf.l Jn.1, 1-3). Para expresar la riqueza do su fe en Jesús las comunidades le dan a Jesús ciertos nombres, títulos, algunos de los cuales nos dicen bien poco actualmente, pero que pueden aún indicarnos algo respecto a su persona y su misión: es el Profeta, el Servidor, el Hijo del Hombre, el Verbo de Dios, el Señor. Estos títulos "definen el papel o la identidad de Cristo y son enteramente bíblicos. Los Evangelios no descartan ninguno. La misión de Jesús es tan compleja, tan rica, que no hay ningún nombre que pueda definirla de un modo adecuado. Cada título tratado fijar en un lenguaje conocido la misión de Jesús. ¿Pero ninguno de ello? Es suficiente para definirla en toda su totalidad. Cada uno nos presenta solamente un aspecto de la misma (...) Todos son indispensables. Y ninguno puede asumirlos todos de tal manera que los demás se hagan inútiles. Es justamente esta multiplicidad la que nos ayuda a comprender en cierta manera el misterio de Jesús". (5)

El conjunto de estos títulos dados a Jesús por las primeras comunidades cristianas expresa en toda su lozanía la fe en el misterio de Cristo. No hay nada de mitológico en estas expresiones, sino una forma de pensar ajena a toda especulación filosófica, profundamente enraizada en el terreno bíblico, extremadamente concreta y espontáneamente cimentada sobre la unidad de la persona: el hombre y Dios conviven simultáneamente en la persona de Jesús de Nazaret. Jesús es confesado como Hijo de Dios hecho hombre, Hombre Dios en una única persona que vivifica con su Espíritu a la comunidad, que renueva profundamente el corazón del hombre e instaura una existencia nueva. Transformados por su fe en Jesucristo, los creyentes experimentan una novedad radical en su existencia personal y en la historia de la humanidad. Se trata además de una fe vivida y afirmada pacífica y serenamente.

(2) A. George, en Que dites-vous de Christ? (le Cerf) Págs.60-61

(3) Opcit. Págs.63-64

(4) A. George, opcit. Pág.67

(5) Ch. Duquoc, Cristología, pág.174. El estudio de los títulos de Cristo y de su condición humano divina ocupa la segunda parte de la

obra.

Pero llega el tiempo en que es preciso dar una forma más concreta y detallada a esta convicción, en primer lugar para que el creyente pueda expresarla al mundo grecorromano. Es preciso, además, preservarla de ciertas desviaciones que comienzan ya a manifestarse en determinadas comunidades.

2. LAS PRIMERAS TENTATIVAS PARA EXPRESAR EL MISTERIO DE JESÚS (6)

a) Desde una increíble reducción... Para traducir el misterio de Jesús y para comunicarlo, especialmente a los cristianos venidos del mundo griego, imbuidos y marcados por la filosofía de Platón, por el estoicismo o los mitos orientales, la Iglesia de los primeros siglos debía pensar con categorías y conceptos de su tiempo (7), Pero la utilización de esas categorías podía también dar lugar a ciertas ambigüedades o incluso a determinadas deformaciones. De ahí que, al lado de las afirmaciones tradicionales sobre Jesús, Hijo de Dios que se hizo hombre por nuestra salvación, se vean aparecer en el seno de algunas sectas, creencias muy curiosas y peregrinas. Aparece un inmenso movimiento, el gnosticismo, que amenaza con minar la fe de la Iglesia. Al intentar dar una explicación del hecho de Jesús cae en verdaderas aberraciones, por muy fiel que se tenga a la experiencia de las primeras comunidades o a la de los apóstoles (8).

Asistimos con él, en efecto, a una increíble reducción del misterio de Jesús. Su divinidad es interpretada a través de los mitos. Se convierte en una supercriatura, en la cúspide de un mundo extraño y fabuloso de semidioses. Ya no es el Hijo, como afirmaban los apóstoles y los primeros creyentes. No es, por tanto, hombre verdadero. Su humanidad se difumina en mera apariencia; su vida no es ya más que un juego bien preparado, una ficción, Jesús dispone de poderes mágicos para escapar a la cruda realidad de nuestra condición, y particularmente al sufrimiento y a la muerte.

b) ... a una decidida profesión de fe. Una vez desaparecidas las sectas gnósticas (siglo III), la Iglesia emprende la tarea de acuñar en términos bien precisos su fe en Jesucristo. Esta vasta tarea de comprensión y expresión de lo que es el misterio de Cristo se realiza en tres etapas.

· Primera etapa: El Concilio de Nicea (325)

Frente al arrianismo (9), la Iglesia afirma fuertemente la naturaleza divina de Jesús, Hijo de Dios hecho carne. Este Hijo es la misma sustancia que el Padre, es "consustancial" al Padre. Esto mismo sigue confesando aún la Iglesia, en los mismos términos que lo hicieron los Padrea de Nicea. Porque el asunto es de capital importancia. Saber que Jesús es el Hijo de Dios, consustancial al Padre, no es un lujo metafísico.

(6) Para más detalles, cf. Cristología, de Duquoc, Págs.377 y ss. No nos apresuremos a decir que esa evocación histórica es inútil y que la cuestión carece de interés, porque nos equivocamos. La mayoría de los errores pisados siguen existiendo en la actualidad, "bien sea como tendencias, bien como afirmaciones" Los volveremos a encontrar sobre todo al analizar la actitud de los jóvenes respecto a Cristo.

(7) Se utiliza, por ejemplo, los vocablos persona, naturaleza y sustancia.

Estas palabras normalmente ya no dicen nada a nuestros contemporáneos. Pero es importante redescubrir la realidad que pretendían significar.

(8) Esta tendencia sigue aún vigente en algunos autores contemporáneos. La encontramos, por ejemplo, en Simone Weil, Cf. H. Cornélius y A. Léonard, La gnose éternelle (Fayard, Págs. 83-102)

(9) Doctrina de Arrío, según la cual Cristo no sería plenamente Dios.

"Es, en efecto, el sentido mismo de toda la perspectiva bíblica y la originalidad del Evangelio lo que está aquí en juego. Indudablemente para conocer y aceptar al otro, para que los hombres se relacionen y hablen entre sí no es necesario pasar o dar el rodeo de Cristo. El cristianismo solamente afirma una cosa muy simple: en todo encuentro o servicio humano hay siempre más de lo que aparece. Ese más o ese plus solamente queda explícito en uno: en Jesucristo, rostro humano de Dios. Si Jesús no es más que un hombre como todo el mundo, pierde su originalidad y su sentido y sus palabras no son más ; que una exhortación más dentro del mundo. Pero si Jesús es ése que El pretende ser, entonces realiza en el universo una prodigiosa operación transformante de la que nosotros no percibimos más que los primeros estremecimientos. No se trata ya de una exhortación o de un moralismo, se trata de una mutación cósmica y humana, cuyo núcleo inicial es El" (10).

· Segunda etapa: El Concilio de Efeso (431)

Jesucristo es hombre y Dios. Hay en El una naturaleza humana y una naturaleza divina. Pero algunos teólogos conciben esta distinción de dos naturalezas como distinción de dos personas. Tal fue el error de Nestorio. El nestorianismo se apoya, en efecto, en la idea de que una naturaleza humana, si quiere ser completa tiene que ser necesariamente también una persona humana. Si Cristo, pues, fue plenamente hombre es preciso que haya tenido una persona humana. La humanidad de Cristo no está, por tanto, unida a Dios mediante una sola y misma persona. Únicamente está unida a la persona divina mediante una relación de gracia muy particular. Según esto, a María no se le podía llamar Madre de Dios, sino solamente madre de Cristo hombre, a quien se le unió la persona del Verbo.

Al definir la maternidad divina de María, el Concilio de Efeso rectifica una desviación herética típica y directamente cristológica, una herejía ^ que pone en entredicho toda la concepción de la salvación.

· Tercera etapa: El Concilio de Calcedonia (451)

Pero muy pronto va a ser necesario insistir y subrayar la verdad de la humanidad de Jesús. Algunos cristianos piensan, en efecto, que al contacto con lo divino, lo humano se encuentra totalmente absorbido, niminizado (11). En una profesión de fe, el Concilio de Calcedonia confiesa a Jesucristo como perfecto hombre y perfecto Dios.

Las grandes controversias teológicas, respecto a Cristo parecen ya zanjadas en lo sucesivo. Sin embargo, los problemas planteados en esta época no cesarán de aparecer bajo formas diversas y complejas. Son los mismos que hoy volvemos a encontrar. (11) Es el error monofisista: en Jesús sólo hay una naturaleza, la divina. "Siguiendo a los santos Padres, enseñamos todos formal y unánimemente que es preciso profesar nuestra fe en un solo y mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, siempre el mismo, con un alma racional y un cuerpo, consustancial al Padre en cuanto a la divinidad, consustancial a nosotros en cuanto a la humanidad; en todo semejante a nosotros menos en el pecado; engendrado por el Padre antes de todos los siglos según la divinidad, y a la vez en estos últimos tiempos, engendrado por nosotros y nuestra salvación, por María la Virgen Madre de Dios; un único y mismo Cristo, Señor, Hijo único, al que le reconocemos dos naturalezas sin mezcla, sin transformación, sin división, sin separación, sin que la unión quite la diferencia que existe entre las naturalezas, al contrario, conservando cada naturaleza su propio carácter, y condición para encontrarse en una sola persona, en una sola hipóstasis. No está partido ni dividido en dos personas, sino que es un solo Hijo unigénito Dios, Verbo, Señor; así es como habían hablado los profetas de El en otro tiempo; así es como el mismo Señor Jesucristo nos lo enseñó; así nos lo transmitió la fe de nuestros Padres".

(12) P.Congar, Le Christ, Marie et l'Eglise, París, 1952, pág.2.