La Sagrada Escritura es una colección de libros sagrados que, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tiene por autor a Dios, y como tales han sido entregados a la Iglesia. Esta colección comprende 46 libros del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo.
El autor principal de la Biblia es Dios, y el autor instrumental es el hagiógrafo o autor humano inspirado. La Biblia es un libro de autores humanos y, a la vez, inspirado, porque en él nos habla Dios. Y Dios “sigue hablándonos” en sus páginas a los hombres de hoy.
Como Dios habla a los hombres a la manera de los hombres, para una correcta interpretación de la Biblia, hay que estar atentos a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante su palabra (cfr. Catecismo, 109). Para descubrir la intención del autor sagrado es preciso conocer las condiciones de su tiempo y de su cultura, los géneros literarios usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo.
Si la Palabra de Dios se hace semejante al lenguaje humano es para que todos la entiendan. Interpretar un texto es tratar de entender lo que dice tal como está escrito en su tiempo y en su cultura, buscar el sentido que el autor intentó expresar.
El misterio de la Encarnación del Verbo es el misterio de la unión de lo divino y lo humano en Jesucristo. Si la palabra de Dios se hace lenguaje humano, toda interpretación cristiana de la Biblia tiene su más firme apoyo en Cristo, la Palabra que se hace carne.
Al igual que la palabra sustancial de Dios –Cristo— se hizo semejante a los hombres en todo, excepto en el pecado, así las palabras de Dios expresadas en lenguaje humano, se han hecho en todo semejantes al lenguaje humano, salvo en el error (cfr. Dei Verbum, 13).
La vida terrena de Jesús de Nazaret no se entiende sólo a través de unos datos de comienzos del siglo I en Judea y Galilea, sino también mediante la larga historia del pueblo judío asentado en Palestina. Sus hombres, sus costumbres, su evolución cultural, sus victorias y derrotas; y, sobre todo, su vida religiosa, sus aspiraciones al reino de Dios.
Para estudiar la Biblia se hacen necesarias la fe, la humildad y también la vida de oración, y contar con que el Espíritu Santo nos transmite su verdad mediante la Iglesia y su Magisterio. El Magisterio de la Iglesia no inventa ni crea dogmas, sino que los aclara.
Juan Pablo II dice que la Iglesia no tiene un método de interpretación propio y exclusivo, sino que, partiendo de la base histórico-crítica, aprovecha todos los métodos actuales: el retórico, el narrativo, el semiótico, etc.
El sentido literal normalmente es único, pero puede sufrir alteraciones a la luz de nuevos contextos proporcionados por otros pasajes de la Escritura; es decir, Dios pudo querer, al inspirar un texto, una pluralidad de significados, aunque la expresión humana del autor sagrado o hagiógrafo parezca no tener más que uno (Josemaría Monforte, 111).
El Concilio Vaticano II señala tres criterios para una interpretación correcta de la Escritura:
Primero, prestar una gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura. La Biblia es una en razón de la unidad del designio de Dios
Segundo, leer la Escritura en la Tradición viva de toda la Iglesia, porque la Escritura –según un adagio de los Santos Padres- está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos. El Espíritu Santo da la interpretación espiritual de la Sagrada Escritura.
Tercero, tener en cuenta la analogía de la fe, entendida como la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.
CONCLUSIÓN: La interpretación científica de la Biblia —Exégesis bíblica— es una tarea indispensable para la Iglesia y para el mundo. El verdadero respeto por la Escritura inspirada exige que se hagan los esfuerzos necesarios para que se pueda captar bien su sentido.
Para más información sobre el tema, consultar: La interpretación de la Biblia en la Iglesia, documento de la Pontificia Comisión Bíblica. Ed. Dabar, 123 páginas.