Ser “incluyente” está de moda. Porque, según muchos, ser “incluyente” (o inclusivo) implica apertura, tolerancia, espíritu de respeto, capacidad de diálogo: virtudes fundamentales para vivir en una sociedad pluralista.
En esta perspectiva, quien es incluyente no pone fronteras, sino que establece puentes. No cierra la mano, sino que la ofrece con franqueza a todos. No insulta al diverso, sino que lo respeta. No condena, sino que comprende.
Ser “excluyente”, en cambio, sería lo malo, lo que ha de ser evitado como fuente de intolerancia, de conflicto, de cerrazón intelectual. Quien es excluyente condena, desprecia, insulta, rechaza al que piensa de otra manera, al que defiende otra doctrina, al que reza de un modo distinto del propio.
Algunos aplican estos términos a la Iglesia católica para juzgar su modo de existir en un mundo globalizado. Por eso es fácil encontrar a quienes acusan al Papa, a los obispos, a algunos o a muchos católicos de ser “excluyentes”. Es decir, hay quienes piensan que la Iglesia se atrinchera en actitudes que llevan a levantar muros en vez de construir puentes, cuando la sociedad necesitaría lo opuesto: menos fronteras y más pasaportes para todos.
Los que abanderan estas críticas desean y trabajan por conseguir una Iglesia más “incluyente” (o inclusiva); una Iglesia que esté abierta al pluralismo, enemiga de actitudes dogmáticas e inquisitoriales, respetuosa hacia las otras posiciones religiosas o filosóficas, incapaz de repetir excomuniones y condenas propias del pasado.
En esta propuesta se esconden, sin embargo, confusiones y errores importantes. En primer lugar, porque no es correcto reducir el modo de considerar a la Iglesia según parámetros puramente sociológicos, o según criterios que nacen de las distintas corrientes ideológicas.
Es cierto que la Iglesia tiene una dimensión humana y social muy visible. Es cierto que la Iglesia camina en la historia y está formada por hombres y mujeres concretos. Es cierto que pueden darse, entre los católicos, actitudes erróneas, intolerantes, “excluyentes”. Pero ello no nos permite aún conocer cómo es la Iglesia, cómo se presenta ante el pluralismo moderno, qué criterios usa a la hora de mirar a quienes no acogen los dogmas cristianos.
La Iglesia defiende y propone que existe en cuanto querida por Dios, en cuanto fundada por Cristo. Muchos, desde luego, no aceptarán estas afirmaciones. Pero no podemos impedir a la Iglesia que reconozca y que defienda su propia identidad y que hable con franqueza a los hombres y mujeres de nuestro tiempo desde lo que ella siente de sí misma. Lo contrario sería engaño, lo cual es uno de los mayores enemigos para un diálogo auténtico.
Desde el reconocimiento de su misión, desde el respeto al mensaje que Cristo predicó entre los hombres, la Iglesia busca ofrecer su doctrina y su vida interna a quienes la acepten. Los que no crean, los que no quieran vivir según las enseñanzas del Evangelio, quedan fuera por decisión propia: son ellos quienes se “autoexcluyen”. La Iglesia les respetará en su elección, pues nadie puede decidir contra su conciencia. Pero no por ello dejará de ofrecerles una puerta abierta por si alguna vez deciden libremente entrar para ser “incluidos” en el número de los que creen en Cristo Salvador.
Sería paradójico, sería incluso irrespetuoso, que la Iglesia dijese a los que no la aceptan como ella se presenta: “¿No crees que Cristo fundó la Iglesia? ¿No crees que el Papa y los obispos exponen la doctrina católica? No te preocupes: puedes entrar en nuestras iglesias, rezar con nosotros, recibir incluso los sacramentos, si eso te hace feliz y si así no te sientes excluido”. Respetar la opción de quien no cree significa tomarlo en serio, sin endulzar una negativa que implica la imposibilidad de vivir dimensiones que son propias y “exclusivas” de la fe cristiana.
Lo anterior, sin embargo, no significa que la Iglesia sea elitista, que predique el Evangelio a unos y no quiera ofrecer las verdades cristianas a otros. Todo lo contrario: la Iglesia, desde el Papa hasta el último bautizado, está llamada a ofrecer a todos, a los que viven en un rascacielos o a los que “malviven” en una chabola, el mensaje del Amor de Dios revelado en Cristo.
El dinamismo del amor divino que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5) lleva a los católicos a compartir el tesoro que tenemos, a ofrecerlo, con respeto, sin imposiciones, a todos los corazones. De este modo, será posible avanzar hacia una verdadera y profunda unidad del género humano, hasta que un día, todos juntos, podamos repetir las palabras que nos enseñó Jesús: “Padre nuestro que estás en los cielos...”
Entonces comprendemos que la Iglesia es “inclusivista” en el sentido más profundo de la palabra. No porque diga que todo vale lo mismo: eso es imposible, y lo entiende cualquier persona de buena voluntad; sino porque no puede dejar fuera de su predicación a ningún ser humano, precisamente porque es el mismo Dios quien desea que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1Tm 2,4).
La exclusión, si así podemos hablar, viene de quienes consideran y persiguen a los católicos como si fuesen miembros de una religión intolerante y llena de falsedades. Declarar a algo como intolerante y falso es ya un acto de exclusivismo, aunque luego se aparente lo contrario.
Evitemos, por lo tanto, un mal uso de los términos “excluyente” e “incluyente” a la hora de juzgar a la Iglesia. La Iglesia no desea que nadie esté fuera de su seno, porque no quiere que nadie viva alejado de Dios. Si eso es “inclusivismo”, la Iglesia es y será siempre, por vocación, incluyente...