Homilía del Jueves Santo
Tres dones de Jesús a su Iglesia
En la tarde del Jueves Santo la Iglesia se reúne en oración para celebrar la Cena del Señor. Es la Cena del Señor y del Esposo, Cena de Pascua y de adiós. Cena que proyecta su misterio hasta el Calvario, hasta la victoria de la resurrección, hasta la vida de la Iglesia a través de los tiempos, hasta que Él vuelva.
Una vez más sentimos la verdad del misterio que se renueva, de los dones que Cristo nos ha preparado para siempre. Y el jueves Santo se inscribe no en el pasado de aquel año en que Jesús murió, sino en la perenne presencia de un misterio que da sentido a
nuestra vida.
Tres son los dones que Jesús nos dejó en esa noche y que son nuestra riqueza hasta que el vuelva.
El primero es el de la Eucaristía. Pan y vino en sus manos se nos dan como cuerpo y sangre suyos, memorial de su pasión y por lo
tanto presencia, ofrenda sacrificial y banquete de comunión. Cristo no se ha quedado en el pasado. Se nos ha infiltrado en el presente, es compañía perenne de nuestro camino. Tan frágil es el signo sacramental y tan lleno de sentido, pues es presencia personal de Cristo.
Para que no se nos borre de la memoria su entrega, no tengamos excusa de olvidarlo porque se fue de entre nosotros. Para que la intimidad de aquella noche de pasión, pueda ser revivida cada día y dé sentido a nuestra vida.
Pascua de cada día. Y una vez al año, la memoria de aquella Cena, la noche en que Jesús iba a ser entregado, él mismo voluntariamente se nos entregó.
Hay otro don que está en función de la Eucaristía y de sus efectos salvadores, el sacerdocio. Aquella noche, recuerda la doctrina de la
Iglesia, Jesús constituyó sacerdotes a los apóstoles, los capacitó para hacer presente el misterio mismo de la pascua suya: Haced esto como memorial mío. Era un don, como el de la Eucaristía. Era una gracia, al servicio de esa presencia, que sólo en su nombre se puede evocar y actualizar. Por eso el sacerdote se siente vinculado a la Eucaristía, a su servicio; y es un hombre eucarístico,
marcado por su servicio en favor del pueblo de Dios. Para ofrecer a Dios y dar el pan de la vida, y el perdón, y la palabra. Todo aquello que de la Eucaristía deriva y a la Eucaristía conduce. Para ser, como Jesús, Siervo y Esposo de la Iglesia, y reunir en la unidad a todos los hijos de Dios.
El tercer don es el mandamiento nuevo del amor. Tan nuevo que lo estrenó Jesús; tan original que lo hizo típicamente suyo. Y le
dio la medida máxima, hasta dar la vida por nosotros. Nos reveló un estilo de vida, un signo evidente de
nuestra vinculación a él. Lo proclamó santo y seña de sus discípulos. Un amor que viene de la Eucaristía, por
imitación en la entrega y por la efusión de su Espíritu de amor, sin el cual no seríamos capaces de amar.
Por eso cada Jueves Santo se estremece la Iglesia ante el misterio del don y la inmensa responsabilidad de responder al