Tradicionalmente se considera que la “vida interior”, es decir la “vida sobrenatural”, o “vida espiritual” puede definirse como una antesala del cielo, una preparación o anticipo de lo que vendrá más adelante y que nos permite atisbar lo que Dios nos tiene preparado si somos fieles. Entre otras cosas por eso “conviene” aspirar al alto grado de vida cristiana en que consiste la santidad, no contentándose con una moral de mínimos. Pero así como la vida de la gracia prepara y pregusta la gloria futura de la bienaventuranza, la vida de pecado prefigura y anticipa, en cierto modo, la desgracia definitiva del infierno para aquellas personas que tengan la desdicha de ir a parar en él.
De hecho la vida de pecado nos permite adivinar lo que será la separación definitiva e irremediable de Dios, y puede ser útil para mostrar a escépticos y descreídos, que el infierno existe, y no se trata de una fábula o una leyenda útil para amedrentar a la gente y conseguir que se porte bien.
Las referencias a esta situación de castigo son abundantes en toda la Sagrada Escritura, particularmente en los evangelios. Es decir, se trata de una cuestión de fe, que además tiene una lógica profunda. Para muchas personas su existencia resultaría incompatible con la bondad de Dios, y no se trataría sino de una visión antropomórfica del mismo: un Dios vengativo que se desquita de los hombres y que lleva cuenta estrecha y exigente de todos los daños que le han causado, para cobrárselos al final “con intereses” y por toda la eternidad.
Es comprensible esta visión equivocada de Dios, que deforma a su vez lo que se entiende por pecado y naturaleza humana. Si por el contrario se intenta comprender el infierno desde la perspectiva de nuestra libertad: es decir, que se trata no de una ficción, sino de una realidad tremenda, puede entenderse mejor. Dios toma en serio nuestras decisiones y las respeta: en ese sentido son irrevocables; y con nuestras libres decisiones nos vamos construyendo a nosotros mismos, frente a una explicación banal de la libertad, en la cual hagas lo que hagas y decidas lo que decidas, al final obtendrás lo mismo.
Más que un “Dios vengativo” se trata de “un Dios coherente”, que respeta –muy a su pesar- las reglas del juego que Él ha creado. Enaltece la dignidad y el valor de nuestra libertad, y si no queremos estar con Él, no nos obligará a ello. En ese sentido, Dios acepta nuestra libertad en esta vida: permitiendo que obremos mal; y en la otra: excluyéndonos de la comunión con Él. De hecho, los males que hacemos en realidad no le afectan a Él –que es impasible-, no puede por tanto entenderse el infierno como un “desquite póstumo”. Las cosas son malas no por que lo diga Dios, sino porque nos dañan a nosotros: por ello Dios las prohíbe; porque nos quiere. Si acaso algún mal se “le hace”, es el de la condenación misma, porque en cierto sentido representa “el fracaso de Dios” en el alma del condenado.
Hay una serie de experiencias humanas que ayudan a comprender mejor lo que posiblemente sea el infierno. No me refiero a “quemaduras”, sino a experiencias psicológicas y espirituales que anticipan débilmente lo que podría ser la condenación definitiva. Dante afirmaba que a la entrada del Infierno, en el dintel de la puerta, campeaba la leyenda: “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!””. La ausencia de esperanza, la vida sin esperanza puede muy bien mostrar cómo será el infierno. A su vez, las falsas esperanzas, o las esperanzas colocadas en el lugar equivocado, una vez que muestran su rostro falaz, permiten experimentar lo que será la pérdida definitiva de toda esperanza.
Junto a la desesperanza, el remordimiento; pero no cualquier remordimiento, sino el remordimiento salvaje que lacera continuamente la conciencia, que trae una y otra vez la consideración autoflagelante de lo que se pudo haber hecho y no se hizo; de las posibilidades y oportunidades que se tuvieron, y se dejaron pasar; de todo aquello bueno que pudo hacerse, y malo evitarse, que dependía de la propia libertad, y no se hizo ni se evitó.
Por último la soledad: pero no cualquiera, sino la amarga; no la libremente escogida, sino aquella que es fruto del abandono, de la falta de perdón, del desprecio. El producto final del egoísmo que concluye por encerrar definitivamente al individuo en la estrecha cárcel de su “yo”, incapacitándolo para cualquier tipo de comunión, y que le lleva primero a ignorar a los demás, después a envidiarlos, para concluir finalmente por odiarlos.
Sobra decir que eludiendo estas anticipaciones de la realidad infernal, nos alejamos de lo que será la plenitud de las mismas: fomentando la comunión, la esperanza y confesando nuestras culpas abandonándolas en los brazos de Dios, felizmente nos dirigimos y pregustamos la realidad opuesta: el cielo. Es inquietante observar como todo un modo de vivir se va asemejando progresivamente al infierno; es necesario poner nuestro esfuerzo para anticipar el cielo, creando comunión, dando esperanza y sembrando alegría a nuestro entorno.