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Fronteras éticas para las células madre

La medicina existe para promover la salud del hombre. En los últimos años puede hacerlo con técnicas e investigaciones de frontera, con experimentos que aparecen continuamente en los medios de comunicación y llenan de esperanza a millones de enfermos, a veces creando ilusiones excesivas o suscitando deseos de experimentaciones que no ofrecen verdaderas perspectivas de curación.

Una de las fronteras últimas consiste en la investigación con células madre, que pueden ser obtenidas de adultos o de embriones. En el segundo caso, tal y como se desarrolla las acciones de algunos laboratorios, los embriones son destruidos: son asesinados.

La Iglesia aprueba y promueve aquellas investigaciones que estén orientadas a mejorar la salud del hombre y que asumen principios éticos que valen para cualquier actividad técnica. También en el ámbito de los estudios sobre las células madre, en lo que podríamos llamar la “última frontera” de la ciencia biomédica.

Lo ha recordado de modo magistral el Papa Benedicto XVI ante un grupo de expertos llamados a Roma por la Pontificia Academia de la Vida, en un discurso pronunciado en Castelgandolfo el 16 de septiembre de 2006. El Papa decía explícitamente:

“A esta luz, también la investigación sobre células madre adultas merece ser aprobada y promovida cuando conjuga de modo correcto el saber científico, la tecnología más avanzada en el ámbito biológico y la ética que exige el respeto del ser humano en cada etapa de su existencia. Las promesas abiertas gracias a este nuevo camino de la investigación son, en sí mismas, fascinantes, porque permiten entrever la posibilidad de curar enfermedades que producen la degeneración de tejidos, con los riesgos consiguientes de invalidez y de muerte para quienes las sufren”.

Pero aclaró inmediatamente que nunca podrá ser ética una investigación que suponga la destrucción de seres humanos, en este caso de embriones.

Por más promesas que puedan ofrecer las células madre embrionarias, el científico debe respetar unos criterios éticos fundamentales. El más importante de todos ellos consiste en el respeto a la vida.

En palabras de Benedicto XVI, la Iglesia se ha resistido y se resiste también hoy ante “aquellas formas de investigación que implican la supresión programada de seres humanos ya existentes, aunque todavía no hayan nacido. En esos casos, la investigación, prescindiendo de los resultados de utilidad terapéutica, no está realmente al servicio de la humanidad. Trabaja, de hecho, a través de la supresión de vidas humanas que tienen la misma dignidad respecto a los demás individuos humanos y a los mismos investigadores. La misma historia ha condenado en el pasado y condenará en el futuro este tipo de ciencia, no sólo porque carece de la luz de Dios, sino también porque carece de humanidad”.

Trabajar por la salud de todos: esa es la vocación de la medicina auténtica, de la investigación de rostro humano. El científico necesita nutrir de ética el trabajo en su laboratorio. Sabrá, entonces, respetar a cualquier ser humano, también cuando se encuentra en la etapa inicial, en la fase embrionaria; también cuando aparece ante el microscopio como un simple “puñado de células” que pertenecen ya a un individuo humano que comienza a vivir.

Todos fuimos embriones, hemos de recordarlo. Cada embrión, como cualquier otro ser humano, merece respeto simplemente por eso, por ser hijo y hermano, por ser uno de nosotros. Recordarlo será uno de los motivos que ennoblecerá a tantos investigadores y que llevará a progresos científicos conquistados a través de vías verdaderamente éticas. Vías que, verdaderamente, construyen un mundo más justo y más humano.