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¿Existencias equivocadas?

 

La frase es tan repetida que merece un momento de reflexión: “¿existen hijos que no deberían haber nacido?” O, lo que es lo mismo, “hay existencias equivocadas”.

 

 

¿Qué se quiere decir con frases como estas? Que algunos hijos no deberían existir, que su vida es tan miserable o tan triste que hubiera sido mejor que no hubiesen nacidos. 

 

Los motivos que llevan a este tipo de afirmaciones son de diferente orden.

Unos dicen que no deberían nacer hijos en familias con escasos recursos económicos. A veces son los mismos esposos quienes piensan: no podemos llevar adelante, de modo decoroso, más de uno o dos hijos. Creen que el cariño les obliga a ofrecer un nivel de vida aceptable, a veces incluso cómodo, a los hijos. Sospechan, además, que si nacen más hijos verían reducidas sus posibilidades económicas. Tener más hijos sería, entonces, una “irresponsabilidad”.

Otras veces los esposos querrían tener más hijos, pero los familiares, los amigos, los jefes de trabajo, les presionan continuamente para que no hagan una “locura”, para que sean realistas, para que se den cuenta de que tienen el dinero muy justo como para acoger a nuevos hijos en una casa que ya resulta muy pequeña y, en muchos casos, mal acondicionada.

 

Junto a los motivos económicos, se unen motivos que podríamos llamar “educativos” o pedagógicos. Algunos padres piensan que si tienen los

hijos muy seguidos, o si tienen “muchos” hijos, no podrían darles el cariño que merecerían, o tal vez verían, con una pena inmensa, que los hijos inician pronto el camino de la delincuencia o de los vicios. Deciden, entonces, espaciar la llegada de los hijos. Otras veces se

preguntan si los que ya tienen (dos, tres, “incluso” cuatro, como si ese número fuese elevadísimo) serían “demasiados” para un sano equilibrio familiar y para una educación personalizada, capaz de dar como resultado hombres y mujeres maduros y socialmente sanos.

 

 

Existen motivos que podríamos llamar de tipo médico, que se refieren a las madres o a los hijos. A las madres, si el inicio de un nuevo embarazo podría significar un peligro para su salud, incluso la posibilidad de perder la vida. A los hijos, si el nuevo hijo podría nacer con graves deformaciones o con enfermedades hereditarias.

 

 

Nos detenemos ante estos tres argumentos (económicos, pedagógicos, médicos). Es cierto que afectan de modo distinto, según circunstancias muy variables, a los esposos, y que ofrecer una reflexión más concreta sería sumamente largo. Creemos, sin embargo, que es oportuno recordar una dimensión en la vida humana que ayuda no poco a abrirse con más esperanza a la llegada de los hijos.

 

 

Cada existencia humana implica un juego muy rico de relaciones. Vemos cómo la llegada de cada hijo enriquece y “sella” la vida conyugal. Además, el surgir de cada vida humana implica el cariño eterno e infinito de Dios, que acompaña en sus distintas etapas la existencia de cada uno de los seres humanos. La sociedad entera también es enriquecida: no podemos verla como un simple conjunto de reglas políticas y de factores económicos, sino como el ámbito en el que todos los hombres y las mujeres pueden nacer, crecer, desarrollarse, aportar y recibir, hasta el momento en el que termine el tiempo terreno y partamos hacia el encuentro definitivo con Dios.

 

 

Todas estas relaciones ponen en evidencia que el hijo, cada hijo, es un tesoro, es un don, es una riqueza, es una maravilla. Lo sabemos “desde abajo”, desde el cariño que hemos recibido millones y millones de seres humanos, cuando llegamos a un hogar y fuimos acogidos, cuidados, amados, vestidos, curados, educados e iniciados en el camino de la vida. Lo saben “desde arriba” los padres, cuando viven el amor de esposos abiertos a cada hijo que acoge y enriquece ese amor, que pide un “rincón” en la casa (grande o chica, pobre o lujosa) y, sobre todo, un espacio de cariño en los corazones.

 

 

Ningún hijo puede ser considerado como “existencia equivocada”. Aplicarle esa etiqueta implica tener una visión errada de lo que es la vida. Porque vivir no es conservar ansiosamente un conjunto de parámetros preestablecidos y deseados por los adultos, sino abrirse a la experiencia del amor, en el que cada día “perdemos” partes físicas o mentales de egoísmo para “ganar” y avanzar hacia la belleza del desgastarse y del morir un poco por el bien de otros. Especialmente si esos otros son hijos que nacen desde el amor y que aprenden, así, que están llamados a vivir para el amor.

 

 

Hay que recordar, en justicia, que no sólo es plenamente legítimo, sino que es incluso para integrante del mismo amor, el querer dar lo mejor a los propios hijos, desear que sean sanos y fuertes, buscar la educación más completa que los lleve a ser buenos, instruidos y enamorados de Dios y del prójimo. Estos deseos, si son auténticos, no pueden ir en contra de la llegada del hijo. Porque si queremos el bien de alguien es porque estamos dispuestos a que ese alguien exista.

 

 

En otras palabras, desear lo mejor para el hijo se compagina perfectamente con la apertura generosa a la llegada de ese hijo. Porque si inicia una vida es porque Dios bendice de un modo inmensamente magnífico el amor entre los esposos. Si la fe reina en la familia, si existe esa mirada profunda que reconoce que no cae ni una hoja de árbol sin que Dios lo permita, entonces los padres vivirán la llegada del hijo llenos de alegría y de esperanza.

 

 

Por eso, nunca será correcto hablar de “existencias equivocadas”. Porque Dios nunca se equivoca, porque el camino del amor nos permite descubrir en cada vida humana, aunque sea pobre, aunque esté enferma, aunque caiga en el camino resbaladizo del pecado, un destello maravilloso de un designio divino.

 

 

El amor sabe acoger a todos. Porque el amor es eso: perder un poco para “ganar” mucho, muchísimo. Ganar tanto que existen hogares, testimonios vivos de esperanza, que celebran la llegada de cada hijo como un acontecimiento, una fiesta, una participación en el sueño de amor que arranca del corazón mismo del Padre de los cielos.