La palabra “eutanasia” tiene muchos significados y puede dividirse en diversos tipos. En ocasiones, la palabra es usada de modo abusivo para llamar eutanasia a lo que en realidad no lo sería, o para no llamar eutanasia a lo que sí lo sería.
Empecemos por tener en claro lo que es la eutanasia. Encontramos una definición técnica de eutanasia en una Declaración de la Congregación para la doctrina de la fe, titulada “Iura et bona” y publicada en 1980. Allí podemos leer: “Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues en el nivel de las intenciones o de los métodos usados”.
En este texto no encontramos una clasificación de los distintos tipos de eutanasia. Pero en la distinción entre “acción” y “omisión” podemos reconocer dos tipos de eutanasia directa: una que elimina al enfermo a través de un acto orientado directamente a matar (por ejemplo, una dosis de sustancias tóxicas, o un acto de sofocación); otra que elimina al enfermo a través de una omisión también orientada a matar (por ejemplo, no renovar las bolsas para hidratar o para nutrir al enfermo, o apagar aparatos que sirven para mantener la respiración). Este segundo tipo de eutanasia es lo que conocemos como “eutanasia pasiva”.
En los dos casos mencionados (acción, omisión) se busca terminar con una vida, se busca eliminar al enfermo. Es importante tener presente esto, pues se trata siempre de un homicidio, y como tal debe ser tratado en cualquier sistema legislativo que pretenda ser realmente justo.
Podemos decir, además, que no hay eutanasia pasiva cuando se toma la decisión, por motivos válidos, de suspender un tratamiento no obligatorio o desproporcionado, o de no iniciarlo en algunos casos y siempre por motivos correctos. Esto se encuentra claramente explicado en la Declaración “Iura et bona”.
En cambio, sí habría eutanasia pasiva cuando el enfermo, sus familiares u otras personas deciden renunciar a un tratamiento médico obligatorio, si tal renuncia está orientada a provocar la muerte anticipada del enfermo.
Intentemos ahora profundizar en esta distinción con la ayuda de un discurso del Papa Pío XII, pronunciado el 24 de noviembre de 1957.
En ese discurso, Pío XII quería responder a algunas cuestiones sobre la reanimación de los enfermos, aunque sus reflexiones tocaban principios más generales que valen para otras intervenciones médicas.
Las cuestiones principales que quería considerar el Papa eran las siguientes:
“Primero, ¿se tiene el derecho o hasta la obligación de utilizar los aparatos modernos de respiración artificial en todos los casos, aun en aquellos que, a juicio del médico, se consideran como completamente desesperados?
En segundo lugar, ¿se tiene el derecho o la obligación de retirar el aparato respiratorio cuando, después de varios días, el estado de inconsciencia profunda no mejora, mientras que si se prescinde de él la circulación cesará en algunos minutos? ¿Qué se ha de hacer, en este caso, si la familia del paciente (que ha recibido los últimos sacramentos) impulsa al médico a retirar el aparato? ¿La Extremaunción es todavía válida en este momento?
En tercer lugar, un paciente que cae en la inconsciencia por parálisis central, pero en el cual la vida -es decir, la circulación sanguínea- se mantiene gracias a la respiración artificial y sin que sobrevenga ninguna mejora después de varios días, ¿debe ser considerado como muerto de facto, y hasta de iure? ¿No es preciso esperar, para considerarle como muerto, a que la circulación sanguínea se detenga a pesar de la respiración artificial?”
Antes de responder, Pío XII recordaba que existe el derecho y el deber “de tomar las medidas necesarias para conservar la vida y la salud” en los casos de graves enfermedades. Pero el deber de buscar la salud sólo obliga, seguía el Papa, al uso de medios ordinarios, es decir, a “medios que no impongan ninguna carga extraordinaria para sí mismo o para otro. Una obligación más severa sería demasiado pesada para la mayor parte de los hombres y haría muy difícil la adquisición de bienes superiores más importantes”.
Tras explicar algunos puntos relativos al Sacramento de la Unción de los enfermos y a las dificultades que a veces se dan a la hora de determinar si alguien está o no está muerto, Pío XII ofrecía las respuestas a las tres preguntas que había enumerado antes. Respecto de primera pregunta, sobre el uso de los modernos aparatos de reanimación, explicaba:
“El anestesiólogo, «¿tiene el derecho o incluso está obligado -en todos los casos de inconsciencia profunda, hasta en los completamente desesperados, a juicio de un médico competente- a utilizar los aparatos modernos de respiración artificial, aun contra la voluntad de la familia?».
En los casos ordinarios se concederá que el anestesiólogo tiene el derecho de obrar así, pero no tiene obligación de ello, a menos que sea el único medio de dar satisfacción a otro deber moral cierto”.
Existe, según esta respuesta, derecho a reanimar, pero no obligación (a no ser que por petición legítima del paciente o de sus familiares la reanimación haya sido solicitada razonablemente). Incluso, explicaba el Papa, hay situaciones en las que no sería correcto reanimar. Sigamos con las palabras del discurso:
“Los derechos y los deberes del médico son correlativos a los del paciente. El médico, en efecto, no tiene con respecto al paciente derecho separado o independiente; en general, no puede obrar sino cuando el paciente le autoriza explícita o implícitamente (directa o indirectamente). La técnica de reanimación, de que aquí se trata, no contiene en sí nada de inmoral; también el paciente -si es capaz de decisión personal- podría utilizarla lícitamente y, por consecuencia, dar la autorización al médico. Por otra parte, como estas formas de tratamiento sobrepasan los medios ordinarios a los que se está obligado a recurrir, no se puede sostener que sea obligatorio emplearlos y, en consecuencia, autorizar al médico para ello”.
El médico debe acatar lo que el enfermo haya establecido respecto al recurso a medios de reanimación que, en ciertas situaciones, son vistos ya como extraordinarios, es decir, como una carga especialmente pesada para uno mismo (el enfermo) o para los demás (familiares).
¿Y qué decir de la familia? Sus decisiones están supeditadas a lo que haya establecido el enfermo, siempre que éste sea un sujeto de derechos (mayor de edad, sano de juicio, etc.).
“Los derechos y los deberes de la familia, en general, dependen de la voluntad, que se presume, del paciente inconsciente, si él es mayor y sui iuris. En cuanto al deber propio e independiente de la familia, no obliga habitualmente sino al empleo de los medios ordinarios. Por consiguiente, si parece que la tentativa de reanimación constituye en realidad para la familia una carga que en conciencia no se le puede imponer, puede ella lícitamente insistir para que el médico interrumpa sus tentativas, y este último puede lícitamente acceder a ello”.
Es interesante este texto: la familia también puede decidir (obviamente no contra la voluntad del paciente) si considera que un intento de reanimación debería no ser realizado, por considerarlo como una carga. El Papa explicaba que actuar así no es cometer eutanasia, pues no se busca “provocar” la muerte del enfermo, pues tal muerte llegará como resultado normal del mismo proceso de una enfermedad incurable:
“En este caso no hay disposición directa de la vida del paciente, ni eutanasia, que no sería nunca lícita; aun cuando lleve consigo el cese de la circulación sanguínea, la interrupción de las tentativas de reanimación no es nunca sino indirectamente causa de la paralización de la vida, y es preciso aplicar en este caso el principio del doble efecto y el del voluntarium in causa”.
Con lo dicho, Pío XII consideraba posible responder a la segunda pregunta: “¿Puede el médico retirar el aparato respiratorio antes de que se produzca la paralización definitiva de la circulación?” La respuesta es positiva: suspender el uso de aparatos que sólo sirven para mantener la vida pero sin curar y que pueden ser vistos como una carga pesada (como algo extraordinario) es plenamente legítimo.
Desde luego, completaba el Papa la respuesta, deberá garantizarse siempre que se mantenga la asistencia médica (la respiración artificial) al menos el tiempo necesario para impartir el Sacramento de la Unción de los enfermos, pues tal sacramento debe ser recibido en vida o, en casos extremos, en situaciones en las que se duda sobre si la persona siga o no siga en vida.
Hemos presentado textos largos y densos de un discurso que conserva toda su actualidad, y que permite distinguir claramente entre lo que es eutanasia pasiva (siempre injusta) y lo que es la renuncia legítima de un tratamiento desproporcionado.
Un hospital que, de acuerdo con el enfermo o sus familiares, omite la reanimación en los casos apenas mencionados, no comete eutanasia. Simplemente, respeta la decisión del enfermo que no está obligado a recurrir a tratamientos que puedan resultarle sumamente “costosos” (pesados, dolorosos, angustiantes), y que se “rinde” ante el proceso de una muerte que llega y que no debería ser alargada por días, meses o incluso años sumamente difíciles.
No hay que confundir, por lo tanto, la renuncia legítima de un tratamiento médico con el nombre de “eutanasia pasiva”. Lo segundo es siempre un delito grave, un homicidio. En cambio, no es delito renunciar a intervenciones que suponen un grave peso para el enfermo y alargan indebidamente su enfermedad y su agonía.
Distinguir las dos cosas ayudará a evitar debates inútiles y a no caer en el engaño de quienes defienden algo justo (es justo decir “no” al uso de medios extraordinarios, decir “no” al ensañamiento terapéutico) para luego introducir, subrepticiamente, una mentalidad a favor de la eutanasia, que siempre ha de ser vista como un homicidio.