Los tiempos de la posmodernidad suelen traer consigo situaciones nuevas y excitantes que requieren una mente flexible para adaptarse a ellos y aplicarlos a las situaciones de la vida diaria. Alguien ha mencionado que en los tiempos de la civilización egipcia se requerían 2,500 años para que un cambio influyera en la civilización. Con la llegada de la Revolución Industrial este tiempo se redujo a 25 años y hoy se afirma que cada 25 minutos se produce un cambio que afecta a nuestra cultura y a nuestra civilización. Basta tan sólo comprobarlo con los avances tecnológicos: en el mismo momento en que se está comprando una cámara fotográfica algún laboratorio del mundo está ya produciendo un nuevo aditamento que acaba de hacer obsoleta la cámara de fotografía que se ha comprado.
Las nuevas tecnologías y su impacto en nuestra civilización traen aparejadas nuevas situaciones morales a las que el hombre debe responder con prontitud, pues en caso de no hacerlo corre el peligro de ser obsoleto, no en el aspecto técnico, sino en el aspecto moral. Se arriesga a ser un innovador y no un pensador, una persona que reflexione no tanto en la utilidad de las nuevas tecnologías, sino en sus implicaciones más propiamente humanas de dichos avances.
La Iglesia católica, definida por Juan XXIII como “Madre y Maestra”, tiene la obligación de iluminar todos estos nuevos cambios para que sus hijos, los hombres y las mujeres católicos del orbe entero, así como todas las personas de buena voluntad puedan reflexionar con la libertad característica del hombre y así aplicar a sus vidas las consecuencias morales de todos los cambios tecnológicos de nuestros tiempos.
No cabe duda que una de estas nuevas situaciones se producen en la informática, especialmente en lo que se refiere a los así llamados “hackers” o piratas cibernéticos. Resulta espeluznante pensar que por un vacío legislativo, muchas de estas personas, la mayor parte de las veces sin escrúpulos, se dedican a realizar sus actos de piratería, que no pueden calificarse más que de sabotaje y plagio. Sin embargo la Iglesia, desde los tiempos de San Pablo, ya consideraba que todo daño causado en la propiedad de las personas es un acto “intrínsecamente desordenado”, esto es un acto malo, negativo, que no puede ser justificado por ninguna circunstancia. El daño injusto que se provoca en la propiedad de una persona, siempre será pecado.
La enseñanza de la Iglesia es muy clara y concisa al respecto. Nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2409, cuando hace un comentario del séptimo mandamiento “No robarás” diciendo que se considera también como robo el daño voluntariamente cometido a los bienes privados o públicos o el apropiarse y hacer uso para fines privados de los bienes comunes de una empresa. Por lo tanto, los piratas cibernéticos, con sus acciones “suicidas” se apropian de algo que no es suyo como puede ser el uso del sitio cibernético que otra empresa ya ha comprado.
Podría entenderse también la acción del pirata cibernético como un plagio que es el robo de derechos o bienes intangibles. En este caso, si la empresa o la persona ha pagado por tener un sitio en la red cibernética (Internet) y alguien se apropia de esos derechos, lo que está haciendo se conoce con el nombre de plagio y por lo tanto comete una acción deshonesta, un pecado en términos de la ley moral. Está tomando lo que no es suyo, lo que no le corresponde, lo que no ha pagado por ello. Está usurpando y usufructuando de una posición del Internet que otros han alquilado, rentado o comprado para hacer uso de ella. Es muy fácil llegar al espacio cibernético (dígase el sitio www. de cualquier empresa) y desde ahí, por medios informáticos y cibernéticos, desviar clientes potenciales de ese sitio hacia otro sitio. Puede ser que el otro sitio informático se encuentre en regla y en orden según las regulaciones administrativas. Pero lo que no es correcto, lo que es reprobable, es haber hecho uso de un espacio por el cual no se ha pagado, apoyándose en el espacio cibernético de otra empresa o persona. Esto es atentar contra el séptimo mandamiento (“No robarás”) bajo la figura genérica de fraude, que no es otra cosa que haber obtenido ilícitamente un bien ajeno a través de engaños o maquinaciones.
Fraude, plagio o daño injusto son nombres de un solo apellido: robo, porque se ha sustraído injustamente a otra persona (o empresa) en contra de su voluntad de aquellos bienes o derechos que lícitamente ha conseguido. En este caso, el pirata cibernético o hacker, apoyándose en medios cibernéticos ha despojado del derecho de uso del espacio cibernético de otra persona o empresa y lo ha utilizado para sus fines personales.