Los seres humanos no somos ajenos a las diversas situaciones y circunstancias del vivir cotidiano. El nacimiento de un hijo, el aniversario de las bodas de nuestros padres, la primera comunión de algunos de nuestros sobrinos, las graduaciones, son acontecimientos que dejan huella en la historia familiar. Podemos afirmar que este entramado de acontecimientos al sumarse hacen que una familia encuentre y vaya forjando su identidad. Estas celebraciones no se quedan olvidadas en el pasado, pues van marcando el paso del tiempo en nuestra historia particular haciéndonos sentir parte integrante de una familia. Como dice el refrán popular “recordar es vivir” y así, al traerlos a nuestra memoria, comentarlos entre los nuestros o celebrarlos periódicamente volveremos a vivir su esencia.
La Navidad nos trae y actualiza el misterio del nacimiento de Jesucristo. Una fiesta que nos recuerda el amor tan grande de Dios que se hace hombre para salvarnos. Celebramos un cumpleaños más del salvador. Recordar esa fecha es recordar lo mucho que Dios nos ha amado y nuestra pertenencia a esa gran familia que ha venido a fundar Cristo, que es la Iglesia.
Como toda familia, recordamos esos momentos importantes a través de distintas celebraciones. En el folklore y en la historia de los pueblos, así como en la historia de cada familia, se hallan grabadas las tradiciones más singulares con las que se celebran las fiestas de la Navidad: comidas especiales, cantos, intercambio de regalos y adornos. Hay adornos con una fuerte carga espiritual que nos preparan para vivir mejor estos momentos. Tenemos el caso de la corona de Adviento que con sus velas mantienen y acrecientan nuestra esperanza para recibir en nuestros corazones a Cristo. Las figuras del nacimiento o Belén son toda una catequesis plástica, muy apta para ir enseñando a los menores de casa el misterio de la salvación. ¿Quién no recuerda a la abuela, cerca del nacimiento, explicando a los nietos quién es José, quién es María y que hacen en medio del musgo y del heno algunas ovejas y sus pastores?
Esos adornos cuando nos llevan a Cristo y cuando quieren de alguna manera expresar exteriormente lo que interiormente sentimos por el nacimiento de Cristo, son un testimonio de vida cristiana para nuestra familia y para nuestros vecinos. Sin embargo, como hombre y mujeres que somos, no estamos exentos de que entre adorno y adorno se nos cuele por ahí algo de vanidad y comencemos una loca carrera de presunción para competir con el vecino y ver quién es el que pone el árbol más frondoso con adornos más espectaculares o, porque no decirlo, más costoso. ¿Qué podemos pensar cuando el festejado, el del cumpleaños que no es otra persona sino Cristo, vino a este mundo entre pajas de un establo maloliente y nosotros desbalanceamos el presupuesto familiar por querer iluminar la casa por fuera y por dentro escudados en una tarjeta de crédito que se paga a plazos?
Si los adornos familiares nos acercan a Cristo, dentro de nuestro presupuesto ordinario, nos ayudan a convivir en familia y dejan espacio económico para poder hacer una obra de caridad, ¡bienvenidos! Pero si por comprar esos artículos hago tambalear la economía de familia, dejo de ayudar a los necesitados o sólo me sirven para presumirlos delante de vecinos o familiares... ¡cuidado! Estoy atentando no sólo contra la pobreza, sino contra la sencillez y humildad del festejado.