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Es humilde, pero conoce su propia dignidad

“Nadie como Él de íntegro: no han encontrado nada de qué acusarle y han

tenido que inventar. Nadie como Él de fuerte: Getsemaní, la traición, la

noche, los azotes, la cruz. Nadie como Él de digno: `A quién buscáis...?´.

`Si he obrado mal, dímelo; y, si bien, ¿por qué me hieres?´ `Y Jesús

callaba´. Aun humanamente, no podríamos haber elegido un jefe mejor.”Esta combinación de humildad y dignidad no es fácil de encontrar entre los

hombres. Cristo siempre está, por decirlo así, “en su lugar”. Nunca se

rebaja delante de nadie. Cuando los fariseos le insultan cruelmente, Él no

responde con un insulto. Muchas veces cuando alguien nos insulta, nos

rebajamos a pelearnos con él, e incluso usamos un lenguaje impropio.Una vez Jesús y sus discípulos estaban pasando por Samaria de camino a

Jerusalén. Los samaritanos no eran muy amigos de los judíos y por eso no

querían dejar a Jesús y a sus seguidores entrar en ninguna de sus ciudades.

Dos de los discípulos, Santiago y Juan, pidieron a Jesús castigarlos,

pero Jesús les respondió: “No saben de qué espíritu son”En Cristo nunca se nota nada del espíritu de venganza. Cuando estaba

colgado de la cruz pudo haber eliminado en un instante a todos sus

enemigos. ¿No pudo Él, que había concedido la vista a los ciegos, el oído a

los sordos, el caminar a los cojos, la vida a los muertos... haber

paralizado la mano que se levantaba para clavarle cruelmente al madero?

Incluso después de su resurrección sus apariciones no tuvieron una

finalidad vengativa, sino salvífica. Todas sus apariciones fueron para

suscitar la fe en las personas y ayudarles a encontrar en Él la vida eterna

o para confirmarles en su misión.Cuando alguien nos hace algún mal sentimos una reacción primaria, la de

pegarle, sea física o moralmente. Nosotros tenemos conciencia de nuestra

dignidad y no queremos dejar a otros “tratarnos así.” Nos defendemos a capa

y a espada. Nuestra manera de reaccionar está muy lejos de lo que nos

enseña Jesús con su ejemplo y con sus palabras: “Si alguien te abofetea en

la mejilla derecha, vuélvele también la otra.”Esta manera de pensar no cuadra demasiado con la mentalidad democrática del

hombre de hoy. El hombre exige mucho que los demás le respeten sus derechos, que respeten su persona... Parece ser que Cristo nos está pidiendo otra cosa. Es como si Él nos dijera: “Sólo quiero que amen”. ¿No es este el sentido profundo de la parábola del hijo pródigo? Cuando el padre de la parábola recibió bien a su hijo y mandó matar el becerro gordo para hacerle la fiesta, el hijo mayor se enojó con su padre y le echó en cara: “Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber desobedecido tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos.”

En realidad el hijo mayor razonaba perfectamente bien, pero su padre razonaba de otra manera, con el corazón: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.”

Desde el punto de vista de la ciencia agropecuaria, lo que hizo el Buen Pastor en la Parábola del Buen Pastor fue, perdónenme la expresión, una tontería: abandonó a todas las ovejas para buscar a la perdida. Un experto en ciencia pastoril de aquellos tiempos pudo haber puesto objeciones perfectamente aceptables: “Es que los lobos pueden venir y degollar tres o cuatro ovejas”, “podrían venir unos ladrones y llevarse todas las ovejas”... Pero la moraleja de esta parábola es que Dios es el Buen Pastor que se deja guiar por el amor.

¿Qué pasaría si nosotros practicásemos esta doctrina al pie de la letra?

¿Qué pasaría si tuviéramos el mismo sentido de la propia dignidad que tenía Jesús? Muchas veces por defender la propia dignidad se cometen muchas injusticias. Yo me acuerdo que unos políticos ingleses, durante la Guerra de las Malvinas, hicieron este comentario: “¡Es que nosotros tenemos que defender nuestra dignidad!” El Cardinal Hume, que es un hombre muy sabio, respondió: “¡Una cosa es defender la propia dignidad y otra cosa es satisfacer el orgullo herido!” En otras tiempos era común tener duelos para satisfacer la propia dignidad. No es difícil descubrir detrás de esta máscara de dignidad una capa sutil de amor propio buscando venganza.

Podríamos decir que Cristo fue un pacifista, pero debemos purificar este concepto de toda impureza indigna de Cristo. Para el pacifista en el sentido moderno de la palabra, se trata de usar medios no violentos para alcanzar un fin. Así podríamos decir que los miembros del sindicato “Solidaridad”, en Polonia, fueron pacifistas.

 Si queremos aplicar este término a Cristo en este sentido, no es del todo válido. Para Cristo ser pacifista era todo un estilo de vida. El nos invitó a ser “pobres de

espíritu,” “mansos,” “puros de corazón,” “misericordiosos...” Si nosotros hacemos estas cosas seremos de verdad hijos de Dios: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos.” En una palabra, si cumplimos todo esto seremos perfectos como Dios es perfecto: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial.”

El buscar la humildad y la propia dignidad, en el sentido de Cristo, es importante en la vida cristiana. Es necesario tener la valentía de seguir a Cristo por este camino.