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En la hora del deceso

Hay en la vida de todo ser humano una realidad innegable que se nos impone nítida y apabullante desde que tenemos uso de razón. Es la consciencia clara de nuestra propia y personal finitud. Por ella nos distinguimos de los animales irracionales, que no tienen conciencia de su propia muerte.

Son muchas las personas que tratan de evadir, eludir y no pensar en lo inevitable. Todo es inútil. Tanto el creyente como el ateo; el rico como el pobre; el sabio como el ignorante; el santo como el pecador etcétera; sabemos que tenemos, sin excepción, fecha fija de caducidad.

Unos dicen que “nacemos para morir”, otros que “estamos aquí de paso” para un destino ignoto en la otra orilla y también quienes afirmamos, basados en la fe en Jesús resucitado, que “nacemos para vivir eternamente”.

Bueno sería que todos los racionales, al admitir lo efímero de nuestra corta estancia en este mundo, nos propusiéramos el dejar un grato recuerdo de nuestro paso en él por haber contribuido a una vida más justa y libre para nuestros sucesores. Merecería la pena y quizás sería la clave para poder vivir todos con más paz, justicia y dignidad.