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Emmanuel se escribe con dos “m” y se grita con dos “a”

Emmanuel se escribe con dos “m” y se grita con dos “a”

Emmanuel pone fin a  la lista de nombres con los que la liturgia invoca la venida del Salvador. En «Emmanuel» se encierran y concentran los otros títulos de gloria que hemos dado en el Adviento a este Niño Divino: Sabiduría, Señor, Raíz, Llave, Amanecer, Rey. Fue el mismo Dios quien por boca del profeta Isaías anunció que esa era el nombre con el que se conocería al Mesías, al niño nacido de la doncella virgen (Cf. Is 7, 14). San Mateo en su Evangelio nos hace un favor a los que no somos tan duchos en materia de lenguas antiguas y nos explica que Emmanuel significa «Dios con nosotros» (Cf. Mt 1, 22-23). 

Pero Emmanuel no sólo es un nombre propio con un rico significado espiritual. Ante todo es el título de un evento único e irrepetible pues condensa –en una sola palabra– el Gran Acontecimiento que ha partido en dos la historia de la humanidad. Gracias al Nacimiento de Jesús todos los hombres podemos decir que, verdaderamente, «Dios está con nosotros». Antes de Cristo quizá podíamos saber que Dios existía y que nos amaba –aunque fuésemos pecadores–, pero no conocíamos la intensidad de este amor. Sólo con la venida de su Hijo hecho hombre podemos comprender y estar seguros de que Dios nos ama no sólo mucho, sino muchísimo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

Emmanuel no es la memoria de un acontecimiento pasado desligado de nuestro diario acontecer. Todo lo contrario: Emmanuel es la mejor descripción de nuestro estado presente. Lo que sucedió en una lejana tierra de Oriente, en el poblado de Belén tiene más efectos en nuestra vida que cualquier otro hecho o hazaña de la historia. ¿Qué es lo que este pequeño Jesús-Emmanuel  nos ha traído con su Nacimiento? La respuesta, en compendio, se encuentra en las dos «M» con las que se escribe «Emmanuel», palabra que tenemos que grabar a fuego en nuestro corazón.

La primera «M» es la de «Meta». Jesús nos ha abierto la puerta de la vida eterna, a la esforzada carrera de la vida le ha puesto una meta. Los hombres estábamos «como ovejas errantes, marchando cada cual por su camino» (Is 53, 6). ¿Hay algo más absurdo que un camino que no conduce a ninguna parte o algo más frustrante que un viaje que no llega jamás a su destino? Así sería nuestra vida si el final de nuestros días no consiguiera otra cosa que muerte. Con Jesús la vida no acaba en la tumba, gracias a Él tras nuestra muerte podemos acceder a esa eterna fiesta de la que tantas veces nos habló: el Reino de los cielos.

La segunda «M» es tan importante como la anterior, se trata de la que forma el «Modelo». Cristo no se contenta con señalar el objetivo que debemos perseguir, el sitio al que debemos alcanzar cuando demos nuestro último paso. Él es –como a sus discípulos les gustaba llamarlo– «el Maestro» y como el mejor de los educadores sabe que el ejemplo arrastra más que mil páginas de instrucciones. Por eso se hizo hombre: para que viéramos en Él cómo deben ser los hijos de Dios. «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15).

Con dos «M» se escribe Emmanuel en nuestro corazón, pero éste se grita con dos «A». Estas «A» representan nuestro compromiso, la nota distintiva que tiene nuestra vida si «Dios está con nosotros».

La primera «A» es la de la «Alegría». ¿Cómo no vamos a estar felices si Dios ha querido hacerse uno como nosotros? ¿Podrá existir algo insufrible cuando «Dios está con nosotros»? No hay cabida para la tristeza; sonríe, Dios te ama. Dios está contigo. «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. A los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu presencia, cual la alegría en la siega, como se regocijan repartiendo botín. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9, 1-2.5). Ese pequeño que nace entre animales es nuestro hermano, nuestro hermano mayor.

La segunda no podría ser otra que «Amor». Amor vitoreado con mayúscula infinita porque es Dios mismo el que ha dado el primer paso, fue Él quien se abajó hasta el abismo en que habíamos caído. Ante el misterio de un Dios omnipotente que decide convertirse en un bebé frágil e indefenso para salvar a sus creaturas sólo hay una respuesta posible: AMOR. Dios nos amó y por eso se hizo el «Dios con nosotros»… Esta solución no aclara más el enigma de la Encarnación sino que lo torna aún mayor: ¿Por qué este amor, por qué Dios nos ama? Para esto ya no hay palabras, no hay más razones más allá de esta barrera. Todos los problemas y cuestiones humanas llegan a este punto, a partir del cual no queda ya hacer preguntas sino sólo amar. Seguramente hemos escuchado lo que se dice, que «cualquiera que sea la pregunta, amor es la respuesta». No busquemos otras salidas: el camino a la verdadera felicidad, para mí y para todos, está en el amor. Cierto, porque quien ama no sólo se dona a sí mismo: ante todo hace presente a Dios que es amor (1 Jn 4, 8).