Pasar al contenido principal

Embarazos no deseados

Con frecuencia muchas mujeres quedan embarazadas de un modo imprevisto. Algunas de ellas son muy jóvenes, adolescentes o incluso preadolescentes. Otras son estudiantes universitarias o jóvenes solteras. Otras son mujeres casadas que no esperaban iniciar el embarazo, porque así lo habían planeado ellas o porque el esposo había “decidido” que no debería nacer un hijo sin su permiso.

En estas situaciones, muchas mujeres optan por el aborto. Esta opción puede ser tomada por la mujer sola, como algo decidido de modo autónomo. También puede ser tomada por presión del padre de la nueva creatura, padre que a veces es un simple amigo, o el novio, o el esposo. Otras veces, en los casos de chicas más jóvenes, son los padres de ella (a veces los padres de él) los que presionan para eliminar, cuanto antes, el “problema”.

Es necesario, por lo tanto, afrontar una situación que toca tantas vidas humanas. El punto de partida de estas reflexiones es un dato biológico: todo embarazo inicia a partir de la aparición, en el seno de una mujer, de una nueva vida humana. Esta vida se origina gracias a la unión de un óvulo y de un espermatozoide como resultado de una relación sexual entre un hombre y una mujer.

Habrá quien piense que este dato es de dominio universal, pero existen todavía personas que no conocen a fondo el mecanismo reproductivo ni los ciclos de fertilidad femeninos. No hemos de pensar que este desconocimiento se da sólo en países menos desarrollados. En algunos centros de asistencia a madres solteras en países considerados avanzados se descubren casos de chicas que no tenían una idea clara de su fertilidad ni de cuál era el “riesgo” de empezar un embarazo a partir de una relación sexual concreta.

Este dato inicial suele ser enseñado a los adolescentes (a veces también a los niños) en muchos programas de educación sexual. Se intenta hacer conocer a los alumnos, especialmente a las adolescentes, el ciclo de su sistema reproductivo. En general, muchos de esos programas están desprovistos de valoraciones éticas, y se limitan a consejos de tipo sanitario (cómo evitar las enfermedades de transmisión sexual, ETS) o de tipo contraceptivo (cómo evitar un embarazo no deseado). Esta carencia de un horizonte ético está acompañada, en algunos programas, con la idea (muchas veces errónea) de que los adolescentes y los jóvenes serían incapaces de vivir sin relaciones sexuales, sin promiscuidad, por lo que lo más importante sería evitar “daños colaterales” a la propia salud (las ETS) o a la autonomía personal (todo embarazo implica el inicio de una vida que pide ayuda y que interpela, especialmente a la madre, pero también al padre).

El segundo dato es de tipo antropológico: el embrión que es concebido en una mujer es una nueva vida humana, es un nuevo individuo que necesita ser acogido, amado, ayudado en el camino de su existencia. A pesar de esta verdad, nacen un sinfín de problemas por el hecho de que ese embrión, en muchos de estos embarazos imprevistos, no es deseado, no es amado, no estaba “previsto” en el horizonte vital de la mujer convertida en madre, del hombre convertido en padre, o de otras personas (familiares, amigos, compañeros o jefes de trabajo) relacionados con la mujer que inicia el embarazo.

Una pareja (joven o adulta, unida en matrimonio o sin ningún vínculo estable) que decide tener relaciones sexuales, sabe que puede originarse esa nueva vida. A veces se la excluye desde el inicio, a través del recurso a métodos anticonceptivos que impidan la fecundación de un óvulo. Otras veces se la excluye con métodos que no impiden la concepción, pero que conllevan la muerte del embrión antes de implantarse en el útero (métodos antigestativos o antianidatorios, como la espiral en su alteración del útero, la “píldora del día después”, y algunos efectos de píldoras que son también anticonceptivas), o incluso después de la implantación (como hace la RU486). En muchos casos se excluye esta vida con el aborto quirúrgico, una decisión que pesa especialmente sobre la mujer, la cual se siente presionada a decidir (a veces contra su voluntad) acerca del recurso al aborto, con las consecuencias clínicas y psicológicas que ello implica.

Si ponemos juntos los dos datos, podemos establecer un interesante camino educativo para los adolescentes. En primer lugar, hay que ayudarles a descubrir la propia riqueza sexual como un don precioso, una riqueza, una potencialidad. Gracias a ella nacemos todos los hombres y mujeres de este planeta. Gracias a ella un hombre y una mujer pueden colaborar al inicio de cada nueva vida humana. Desde este punto de vista, no es correcto pensar en la propia fecundidad como un peligro o, incluso, como una “enfermedad” que puede ser curada con anticonceptivos o, de un modo radical, con la esterilización (la cual es una mutilación que empobrece enormemente a las personas).

A la vez, hay que ayudar a los jóvenes a descubrir lo incorrecto que es “jugar al sexo”. Las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer implican una serie de actos que se orientan, si las circunstancias son favorables, al inicio de una nueva vida. El sexo se dirige espontáneamente a ese fin. Desde luego, puede ser adulterado, falseado, incluso destruido. Pero también puede ser aceptado con toda su riqueza, lo cual es posible sólo si se vive dentro de una serie de condiciones humanas y psicológicas que resultan necesarias para asumir y sostener una posible nueva vida que inicie a partir de las relaciones sexuales.

Culturas y pueblos del pasado y del presente (aunque no aparecen siempre en los medios de comunicación) aprobaban y aprueban sólo una relación sexual plena dentro de un compromiso estable y maduro como el que se da en el matrimonio. Las condenas del adulterio, del incesto, de la violación, de la fornicación, del autoerotismo (masturbación), se explican precisamente en esta perspectiva: la sexualidad no es un juego, ni puede ser vivida de modo maduro y responsable sin la apertura a la vida y sin un compromiso de amor que humanice y ensalce la unión profunda (física y espiritual) que corresponde a cada relación sexual plena.

Muchas campañas que promueven el “sexo seguro” o que dicen defender los “derechos sexuales” o los “derechos reproductivos”, desconocen estas verdades en cuanto que consideran la actividad sexual como si fuese algo desligado de un horizonte de amor y de compromiso. El “embarazo” o, mejor, el inicio de una nueva vida, no es visto como algo maravilloso, como la expresión plena de un amor, sino como un peligro, casi como una enfermedad, sobre todo si quienes tienen relaciones sexuales buscan un encuentro íntimo separado de cualquier sombra de fecundidad. Promover los anticonceptivos como un medio seguro para evitar el embarazo no es sino promover un uso banalizado y empobrecido de la sexualidad, un uso que puede fijar actitudes y modos de ver al hombre o a la mujer sin la seriedad y la riqueza que nacen del respeto profundo y sereno de la fecundidad humana.

Igualmente, el recurso al aborto como “solución” ante un embarazo no deseado se presenta como algo sumamente injusto, precisamente porque se elimina una vida humana que ha iniciado en el seno de su madre. El aborto no es un método anticonceptivo (ya hubo concepción). La mentalidad anticonceptiva facilita la difusión del aborto porque promueve un uso de la sexualidad que excluye el “peligro” del hijo. Si el método ha fallado, si se ha vivido el sexo sin la apertura a la vida, es fácil que la pareja, o uno de los dos (él o ella) se sienta incómodo ante un hijo no previsto pero previsible: las leyes de la naturaleza que fundan el placer sexual también explican el origen de cada nueva vida humana.

La solución profunda a los embarazos no deseados radica, por lo tanto, en el conocimiento profundo de la biología y de la antropología. Pero no puede quedarse sólo allí. Descubrir que uno es fecundo, descubrir que cada vida humana inicia gracias a esa fecundidad, son datos que deben integrarse en una visión profunda de lo que significa ser hombre y ser mujer, en lo que significa el amor que se establece entre ambos y en lo que significa el respeto y la responsabilidad que debe reinar entre dos personas que se aman. Tal respeto y tan responsabilidad se viven, antes del matrimonio, con formas de cariño y de afecto que excluyen las relaciones sexuales plenas; y, en el matrimonio, en esas mismas formas de cariño y de afecto con la inclusión, siempre en un ámbito de diálogo responsable, de relaciones sexuales que respeten en su integridad a los esposos y que dejen abierta la puerta para que se inicie  una nueva aventura humana: la de un hijo que puede nacer entre dos padres que se quieren.