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El útero, ¿el lugar más peligroso?

El útero, ¿el lugar más peligroso?

Luchamos por un aire más sano, por fábricas más seguras, por calles con menos accidentes, por casas con rampas para inválidos. Pero entre tantos esfuerzos por evitar muertes y mejorar vidas, guardamos silencio ante el drama del aborto.

El nuevo siglo inicia con una fuerte conciencia de que la vida del planeta depende de nosotros, y de que vale la pena protegerla. ¿Por qué no protegerla, entonces, también cuando se trata de vidas humanas en el seno de sus madres? ¿Será que nos resulta indiferente que el útero materno se haya convertido, en muchos casos, en el lugar más peligroso para miles de hijos no amados?

Parece que nos hemos hecho casi insensibles al escuchar las “rutinarias” estadísticas del aborto. Millones de niños son eliminados, algunos en condiciones “higiénicas” (como si la higiene fuese un atenuante para matar a otros), otros en condiciones de peligro también para la vida de la madre.

No podemos sentirnos indiferentes ante este profundo drama humano. Necesitamos cambiar los corazones, promover una cultura del amor y del respeto, de la vida y de la esperanza.

El inicio de una nueva vida humana debería ser, en cualquier corazón bueno, una fuente de alegría. Aunque esa vida llegue en un momento difícil, aunque no sea completamente sana, aunque haya oposiciones de algunos que sólo piensan en sus proyectos y no en lo maravilloso que es poder tener un hijo.

Hay que cambiar los corazones de los jóvenes, para que no jueguen al sexo, para que no trivialicen el amor. De este modo se evitarán embarazos en condiciones de dificultad que muchas veces terminan en el drama del aborto. Por culpa de él (indiferente ante la vida del hijo) o de ella, de los padres o de los amigos, de los compañeros de estudios o de trabajo, de tantos que presionan para acabar con el “problema”, como si el hijo fuese alguien culpable de los errores de los grandes.

Hay que cambiar los corazones de los adultos. Para que nunca unos padres de familia obliguen a la hija a abortar para “salvar su buen nombre”, para proteger una fama que no vale nada en comparación con la grandeza del dar el sí a la vida del hijo y del nieto. Para que nunca un jefe de trabajo amenace con el despido a una mujer por quedar embarazada. Para que nunca un médico, un profesional de la salud llamado a ser defensor de la vida humana, manche sus guantes (sus manos quedan cínicamente limpias) con la sangre de un hijo que avanzaba en el útero materno hacia el gran día de un nacimiento que le será negado.

Hay que cambiar, hemos de decirlo con dolor, los corazones de no pocos católicos que también incurren en este pecado. El “no matarás” del quinto mandamiento incluye también la prohibición del pecado del aborto. Por su enorme gravedad la Iglesia ha establecido, en el derecho canónico, que quien comete aborto sea excomulgado. Una pena severa, que debería ayudarnos a reflexionar y a detenerse si, por desgracia, se asomase por la cabeza de una madre, de un padre, de un médico, la idea de acabar con la vida de un hijo indefenso y débil.

Todos estamos llamados a proteger el ambiente de la vida. Cuidemos el aire, protejamos a los niños de las radiaciones peligrosas. Defendamos, especialmente, ese lugar tan maravilloso donde cada ser humano pasa los primeros meses de su existencia terrena: el útero materno. Defendámolos a través de la única fuerza que mueve el universo y hace bella cada vida nueva: el amor que acoge a todos. Especialmente al hijo, porque vale mucho, porque es bueno, porque hace grande y bella la vida del planeta, porque alegra el corazón del Padre de los cielos y de dos padres que optan por amar sin miedos.