El inglés Thomas Robert Malthus (1766-1834) fue pastor anglicano y teórico de economía. Escribió una obra titulada “Ensayo sobre el principio de la población”, en la que lanzó un grito de la alarma: la población crece más rápido que la producción agrícola, por lo que serán inevitables situaciones de hambre, pobreza, guerras, desastres en todo el mundo.
Propuso, especialmente, que se controlase el número de hijos de las clases sociales más bajas. Los ricos, en cambio, podían tener más hijos, pues vivían en condiciones de higiene y de educación que les permitía ser “superiores”.
Muchos de los análisis de Malthus han quedado sin validez, pues la economía y la demografía han progresado mucho en los últimos 200 años. Pero su idea de fondo sigue en pie: si nacen más hijos, si aumenta la población, el mundo entrará en una etapa de profundos conflictos. El hambre y el deseo de controlar las fuentes de energía, el agua, los alimentos, traerán consigo numerosos conflictos. Además, el planeta tierra no será capaz de soportar tanta gente y con un nivel cada vez más alto de consumo: el ambiente sufrirá graves daños, hasta el punto que la situación mundial pronto será insostenible.
Este resurgimiento de ideas malthusianas es llamado por algunos “neomalthusianismo”. Uno de sus principales representantes es Lester Brown, fundador, en 1974, del Worldwatch Institute con la ayuda de la Rockefeller Brothers Fund. El Worldwatch Institute publica anualmente, desde 1984, el “State of the World”, una especie de análisis sobre la “salud” del mundo desde una perspectiva no pocas veces alarmista.
Para Brown y los que piensan como él, el desarrollo económico actualmente vigente es gravemente nocivo para el planeta, como lo es el crecimiento “excesivo” de la población. Se haría necesario, dicen de diversos modos, el regreso a un sistema “similar” al de las sociedades primitivas, en las que la alta mortalidad infantil y las epidemias evitasen el crecimiento demográfico, uno de los mayores peligros del planeta.
Obviamente, el sistema “moderno” y científico para lograr el equilibrio deseado entre seres humanos y ambiente (no falta quienes auspician una fuerte disminución en el número de hombres que actualmente vivimos en la tierra) pasaría por métodos más eficaces y menos traumáticos que los que se daban en el mundo primitivo. Los nuevos sistemas de control demográfico serían: la difusión de los anticonceptivos, la esterilización (voluntaria o forzada, según los casos), el aborto usado como método anticonceptivo (presentado como medio para garantizar la libertad de la mujer y para defender su “salud reproductiva”). Todo ello, desde luego, unido a fuertes campañas para mentalizar a la población de que “somos demasiados” y de que “la familia pequeña vive mejor”.
Estas ideas han llevado a negar a los pobres la capacidad de educar y mantener dignamente a sus hijos, algo que es reconocido tranquilamente, en cambio, para los ricos. No son pocas las voces y los organismos internacionales que promueven, con planes concretos, el control natal entre las poblaciones más pobres de Asia, África y América. No faltan quienes implementan tales planes con coacciones más o menos intensas, con engaños, e incluso con violencia.
Conviene hacer notar que muchos de estos proyectos anti-hijos, y la ideología que está detrás de los mismos, procede de los países más industrializados, que miran con desconfianza el fuerte crecimiento demográfico de los países en vías de desarrollo o de los países más pobres.
A estas ideas neomalthusianas se unen diversos proyectos en favor del eugenismo, es decir, en favor de que trabajemos por “mejorar” la especie humana y por evitar el nacimiento de hijos defectuosos.
El eugenismo encuentra sus raíces modernas en Charles Darwin (1809-1882), un admirador de las ideas de Malthus. Darwin hizo una curiosa reflexión en The Descent of Man and Selection in Relation to Sex (El origen del hombre y la selección en relación con el sexo, 1871). Observaba que resulta sumamente extraño seleccionar a los mejores animales de granja para que sólo ellos procreen, y no hacer algo parecido cuando se trata de que los hombres tengan hijos.
Este tipo de planteamientos eugenésicos fueron divulgados por Herbert Spencer (1820-1903), a quien se puede considerar el padre del darwinismo social que, en cierto sentido, influyó en la ideología que dio lugar a la Alemania nazi. Podríamos añadir aquí que el marxismo tuvo influjos darwinianos, y que el neodarwinismo mantiene vivo un germen de eugenismo que está muy lejos de haber desaparecido del mundo contemporáneo.
En los países más ricos el eugenismo (acoger a los sanos y “mejores”, rechazar o eliminar a los enfermos e “inferiores”) es algo tristemente muy aplicado en las etapas prenatales, si bien existe una fuerte sensibilidad a favor de los niños ya nacidos con deficiencias físicas o psíquicas. Bastaría con recoger las estadísticas de los embriones y fetos abortados para evidenciar que un gran porcentaje de hijos con ciertas anomalías genéticas o deformaciones físicas son eliminados casi sistemáticamente. Incluso con el uso de un eufemismo lleno de falsedad: se trata de “abortos terapéuticos”. Sabemos, en realidad, que nunca puede ser considerado un acto terapéutico el eliminar al paciente para decir que así hay menos enfermos...
Con este breve esbozo se hace evidente que Malthus sigue muy vivo. Tan vivo que muchos hoy, como él en su tiempo, ven en el nacimiento de nuevos hijos entre los pobres una especie de amenaza o de peligro para el mantenimiento de un ideal económico y cultural impuesto por algunas élites del pensamiento.
Pensamos, sin embargo, que el hijo, cada hijo, merece todo el respeto del mundo. Las condiciones y la situación en la que nace un ser humano no deben ser motivo para abandonarlo a su suerte, o para excluirlo de su derecho a aquellas formas de asistencia humana y médica que respeten su dignidad. El hambre y el subdesarrollo no se combaten a costa de impedir, con imposiciones, engaños y amenazas, el nacimiento de nuevos hijos, sino con ayudas al desarrollo, con un mayor esfuerzo por facilitar el acceso a la educación, y con la difusión a nivel global de los conocimientos de la técnica y de la medicina.
Las enfermedades de millones de niños, concebidos con defectos genéticos o congénitos, no deben ser motivo para eliminarlos, ni antes ni después de su nacimiento. Nunca debemos permitir discriminaciones que atentan contra los ideales de igualdad y de respeto que deben ser la bandera condividida de los verdaderos defensores de la justicia y los derechos humanos.
Nos urge, por lo tanto, responder al neomalthusianismo con una cultura de la vida, capaz de promover, defender y acoger a cada vida humana. Ese fue uno de los muchos legados que nos dejó el Papa Juan Pablo II. Nos toca a nosotros llevarlo a la realidad, para nuestro bien y el de millones de matrimonios que necesitan confianza y apoyo para acoger a cada uno de los hijos que nazcan como fruto de su amor.