Finalmente, después de una espera más breve de lo previsto, tenemos un nuevo Papa. Benedicto, es decir bendito. No dejan de ser interesantes, aunque también de preocupar, algunas de las reacciones que empiezan observarse, sobre todo en los medios. Para empezar, se habla del sucesor de Juan Pablo II y, por supuesto, se hacen comparaciones: que si no tiene el carisma, que si no es tan simpático, que le costará mucho llegar a la altura del Papa recién fallecido. En esto hay una falacia; Benedicto XVI no es, estrictamente hablando, sucesor de Juan Pablo II; es el sucesor de Pedro, es el vicario de Cristo en la tierra. Y como tal, nunca estará a la altura de esa misión; nunca estará a la altura del carisma, de la caridad, de la sabiduría del Señor Jesús. Y ningún Papa ha estado a esa altura.
Otro tipo de mensajes tratan de hacernos creer, mediante encuestas y citas de opiniones personales, que hay decepción entre los católicos; supuestamente todos esperábamos un nuevo pastor que aceptara todos los temas que, con caridad pero con firmeza, Juan Pablo II declaró como inaceptables: el aborto, el matrimonio de homosexuales, la ordenación de sacerdotisas, el matrimonio de los sacerdotes y otros muchos. ¿Será verdad que hay muchos católicos decepcionados? Si estos temas, tan polémicos, fueran tan importantes para la mayoría de los católicos, ¿cómo explicarse las muchedumbres que siguieron a Juan Pablo II en vida y aún después de su muerte?
La apuesta de ciertos sectores es, seguramente, a sembrar división en Iglesia; a evitar que en torno a nuevo Papa haya unidad. Ya estamos oyendo a los profetas de las catástrofes: que si la Iglesia se acaba, que si no cambia se quedará sin fieles y sacerdotes, que cada vez está más lejos de las muchedumbres... La maniobra es transparente: se trata de hacer difícil el pontificado a este nuevo Papa.
Algo hay de verdad en esos comentarios: seguramente no basta con seguir las visitas del Papa, no basta con estar presente en las ceremonias y en las liturgias; todos debemos de dar un paso más. Lo más difícil, pero también lo más necesario, es que nuestra solidaridad con el Papa se exprese también a nivel de aceptar sus enseñanzas, de ser fieles a la doctrina que la Iglesia nos propone, y vivir de acuerdo con sus enseñanzas morales. Esto, obviamente, es mucho más difícil. La auténtica unidad en torno a nuestro pastor nos exige, además de nuestra presencia y de nuestro cariño y devoción por el papado, un cambio de vida. Un cambio que no es fácil, que nos pide modificar actitudes y costumbres hondamente arraigadas. Significa ir contra la corriente, contra lo fácil, contra lo que se nos propone en la sociedad y en muchos medios como lo deseable, como lo placentero, como lo racional. Hoy, como en tiempos de san Pablo, el cristianismo es locura para los paganos. Y no hay remedio; si queremos seguir la doctrina de la Iglesia, muchas veces seremos considerados como atrasados, como incultos, como locos en suma.
Ante este panorama, la única respuesta es la unidad; unidad con la Iglesia, unidad con nuestros pastores y, sobre todo, unidad en torno a Benedicto XVI, el hombre que, por la gracia de Dios es hoy, como decía santa Catalina de Siena, el dulce Cristo en la tierra.