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El nacimiento del Mesías

Cuando un pintor va a pintar su obra, tiene que pensar con cuidado las formas geométrica. Un ejemplo típico de esto es las diferentes anunciaciones a María que fueron pintadas por grandes artistas: a veces dentro de una casa, otras veces todo se desarrolla dentro del margen de un arco...

Parece ser que Dios no preparó bien el cuadro donde iba a nacer su Hijo. La única cosa que sabemos es que iba a ser en la ciudad de David, Belén. San Lucas tampoco abunda en detalles, pues la única cosa que dice es que no hubo lugar “para ellos” en el mesón y que cuando nació el Salvador lo recostaron en un pesebre de donde comían los animales. Además los pastores que fueron avisados por unos ángeles sobre el acontecimiento recibieron estas señales: tenían que ir a Belén y allí, en un pesebre, envuelto en pañales, iban a encontrar a quien buscaban. Estos parcos detalles de san Lucas nos dan a entender que el pesebre no fue en las colinas, sino en la misma ciudad de Belén. El lugar más lógico sería en la pared, por fuera, que circundaba la plaza del mesón. Los estudios arquelógicos confirman esta hipótesis. Así se podría entender la expresión de san Lucas que no dice que no hubo lugar en el mesón, sino que no hubo lugar “para ellos” allí, dado que no hubiera sido un lugar adecuado para dar a luz con tanta gente.

Si el pesebre estaba en la cueva de una colina fuera de Belén o pegado a la pared exterior del mesón no disminuye en nada la situación patética de pobreza del acontecimiento. ¿Qué pensaba María de todo esto? En primer lugar ella sintió la alegría de cualquier madre que trae a un ser humano al mundo. Cada madre sabe que un hijo es un don de Dios, pero María lo sabía más claramente, pues el Niño que vino al mundo fue un regalo en muchos sentidos. En primer lugar fue concebido por la intervención directa de Dios. Pero hay algo más en el nacimiento de Cristo: según la Tradición de la Iglesia ella fue Virgen antes del parto, después del parto y también “durante” el parto. Así el Hijo de Dios fue concebido milagrosamente y milagrosamente fue dado a luz para conservar la virginidad de la Madre. Esta experiencia fue suficiente para compensar por todas las incomodidades que suponía el dar a luz al aire libre. Dios le dio el inmenso don de ser Virgen y Madre a la vez. Entendió mejor su vocación de Virgen-Madre.

Parece ser que para María, Dios siempre estuvo presente por todas partes con su mano divina. Seguramente para ella todo era milagro: el nacimiento del sol cada mañana, el soplar del viento, el agitarse del mar...Esto podría explicar también la confianza con que pidió a su Hijo el milagro de Caná.

El sentir a Dios tan cerca tenía que haber influído substancialmente en la piedad de María. Ella recibió en su brazos el don del Hijo de Dios. Es algo así como la experiencia del neosacerdote que recibe a Cristo en sus manos por primera vez en la Misa.

De ahora en adelante la piedad de María es cristocéntrica. Ella ya tiene un “puente” entre ella y Dios.

Tal vez de lo que no se daba cuenta es que ella también iba a participar en ese puente o mediación entre Dios y los hombres. Con el paso del tiempo ella iba a ser la intercesora más grande de la humanidad delante del trono de Dios.

Nosotros tenemos ya 2.000 años de cristocentrismo. Para nosotros es más fácil dirigirnos a Dios mirando al crucifijo o a una imagen de Cristo. Ella no tenía la imagen sino la realidad detrás de la imagen: el mismo Hijo de Dios.

El cristocentrismo debe ayudarnos también a apreciar mejor los sacramentos, que son actos de Cristo. Por ejemplo, cuando el sacerdote absolve de los pecados es Cristo quien lo hace por medio de él.

María vivía todos los días la verdad de lo que Cristo iba a decir unos 30 años después: “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” Ahora Cristo es el “camino” para María para unirse con Dios en cualquier instante.

Antes de terminar sería conveniente reflexionar sobre lo que ella pensaba de la pobreza en la cual tuvo que desarrollar los primeros acontecimientos de la vida de su Hijo. Seguramente sintió los efectos materiales de la pobreza, pero siempre prevaleció la confianza en la providencia de Dios. Tenía fe en la bondad y sabiduría del Omnipotente y no dudaba de que Él siempre buscaba lo mejor para ella.

Podemos aprender de María a vivir tranquilos, lo cual no tiene nada que ver con la flojera. Sí debemos trabajar, esforzarnos y ocuparnos en resolver los problemas, pero los quehaceres de la vida no deben cerrarnos a Dios. Debemos tener el corazón siempre abierto a Él en cada instante. Esto se refleja en la tranquilidad interior con que vivimos la vida.

      

Fuente: autorescatolicos.org