Escribe un misionero: “Lo peor de todo era aquella espantosa soledad. Al cabo de unos meses, empecé a sentirme completamente abandonado. Nadie sabía dónde estaba, nadie se preocupaba por mi suerte, nadie pensaba en mí...”.
Quien así hablaba —dice Leo J. Trese— era un misionero que había permanecido mucho tiempo en manos de los comunistas chinos. Le habían tenido año y medio confinado en completo aislamiento, sin saber qué día podía ser el último para él. Cuando le liberaron sus nervios estaban rotos. Nunca más quiso volver a describir los terrores de sus largas noches en vela.
Los sufrimientos de este hombre ilustran bien, aunque pálidamente, las penas del infierno, porque lo que más caracteriza al infierno es un abandono, una soledad que no se puede imaginar. Sabemos que en el infierno están aquellas personas que han muerto en pecado mortal y no se han arrepentido, pero sería más exacto decir que están quienes han rechazado el amor de Dios, pues el pecado mortal es precisamente eso. “Irremediablemente apartados de Dios por tal rechazo, los pecadores no podrán gozar jamás de la presencia de Dios. Este es el mayor sufrimiento que se puede dar, pues el hombre fue creado para gozar de Dios eternamente” (Trese, Dios necesita de ti, 74).
Apartarse de Dios es apartarse de todas las almas creadas por Él, por lo que el condenado se encuentra en una vacía soledad, tan “absoluta” que la soledad de algunos de la tierra es sólo un juego de palabras.
Por muy solos que estemos en esta vida, nos relacionamos con alguien. Pero en el infierno no hay nada de eso. Si no amábamos a Dios cuando morimos, no es posible encender ese amor después. Ya no hay tiempo de rectificar, porque el tiempo no existe. Estamos en la eternidad. Tal es el horror del infierno: la seguridad de que nada cambiará. La conciencia no cesará de repetirnos: “para siempre, para siempre, para siempre”.
Dante Alighieri escribió en el Canto III su La Divina Comedia que a la entrada del infierno hay un letrero que dice: “Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza” (n.9). Cuando ve a los condenados dice: “Blasfemaban de Dios y de sus Padres, del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente que los sembrara, y de su nacimiento” (Canto III, 103-105).
Otra diferencia fundamental entre la soledad de esta vida y la del infierno es que, aquí, todavía podemos “acompañarnos a nosotros mismos”. Buena prueba de ello es que, cuando nos relacionamos mucho con otras personas, anhelamos quedarnos solos para estar tranquilos y pensar en nosotros, entre otras cosas, porque todavía nos amamos. En el infierno, sin embargo, la ausencia de amor es total: no podemos amar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Aún peor: nos odiamos. Hemos rechazado a Dios a todo cuanto existe.
Para un alma en el infierno, la aniquilación total sería mil veces preferible. Si pudiera, se haría pedazos. Si su lamento eterno se pudiera oír, sería algo así: “Odio a Dios. Detesto a todos. Pero nada en comparación con lo que me odio a mí mismo”.
Jesucristo habla 23 veces en el Nuevo Testamento del lugar de la gehena, y él ha descrito el infierno como fuego, un fuego que arde sin extinguirse jamás. No define la naturaleza de ese fuego. Sabemos que no es como el fuego de la tierra que consume lo que toca, y además es incapaz de abrasar un espíritu y causar dolora un alma.
A la soledad y a la angustia, hay que añadir el lacerante remordimiento de conciencia del condenado: “el gusano que nunca muere”. Sabe que está en el infierno porque lo ha escogido libremente. Dios no se complace viendo a nadie en el infierno. Es un lugar de castigo, pero se trata de un castigo libremente asumido, como el borracho asume la “resaca” que tendrá tras la borrachera.
El alma en el infierno se retuerce pensando, con irremediable amargura, que se merece su suerte, pues tuvo muchas oportunidades de rectificar y no las aprovechó. Decía el Santo Cura deArs:
“Si los pobres condenados tuviesen el tiempo que nosotros perdemos, ¡qué buen uso harían de él! Si tuviesen sólo media hora, esta media hora despoblaría el infierno. Si dijéramos a los condenados que están en el infierno desde hace tiempo: Vamos a poner a un sacerdote a la puerta del infierno. Los que se quieran confesar, sólo tienen que salir, ¿quedaría alguien? Quedaría desierto, y el cielo se llenaría. ¡Tenemos el tiempo y los medios que ellos no tienen! (...) ¿Por qué los hombres se exponen a ser malditos de Dios?”. Y continúa: “Cuando vamos a confesarnos, debemos entender lo que estamos haciendo. Se podría decir que desclavamos a Nuestro Señor de la cruz. Algunos se suenan las narices mientras el sacerdote les da la absolución, otros repasan a ver si se han olvidado de decir algún pecado... Cuando el sacerdote da la absolución, no hay que pensar más que en una cosa: que la sangre de Dios corre por nuestra alma lavándola y volviéndola bella como era después del bautismo”.
El Papa Amigo, recientemente fallecido, decía: “El hombre, llamado a corresponder libremente a Dios, infinitamente bueno y misericordioso, puede sin embargo rechazar definitivamente su amor y su perdón, privándose así, desgraciadamente de la gozosa comunión con él. Esta trágica condición es lo que se llama condenación o infierno, a la que llega quien rechaza definitivamente la misericordia del Padre, incluso en el último momento de la vida”, explicaba el Papa Juan Pablo II en una Audiencia, (Miércoles 28 de julio 1999).
Y continuaba: “Las imágenes utilizadas por la Biblia para presentarnos simbólicamente el infierno deben ser rectamente interpretadas. Más que un lugar, el infierno es la situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios, fuente de vida y de alegría. A este respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica habla de “estado de definitiva autoexclusión de la comunión con Dios y con los santos” (n. 1033). La posibilidad del castigo eterno no debe crearnos angustia, sino que ha de ser vista como una llamada de atención para escoger el camino abierto por Cristo, vencedor del pecado y la muerte, y que nos ha enviado el Espíritu de Dios, que nos hace decir "Abba, Padre".