El hambre en el mundo
Estos días ha salido a la luz un informe de la FAO en el que se habla de más de 800 millones de personas condenadas al hambre. Benedicto XVI ha denunciado que esto es responsabilidad de todos, instituciones y ciudadanos, puesto que “la tierra es un don para toda la familia humana”. Hay “demasiadas personas, especialmente niños, que mueren de hambre”, de aquí la necesidad de «eliminar las causas estructurales atadas al sistema de gobierno de la economía mundial, que destina la mayor parte de los recursos del planeta a una minoría de la población». La primera actitud para vivir esta responsabilidad –a nivel personal y de cada familia, de cada Estado- de cara a una acción para aligerar el hambre en el mundo, es conocer la situación, y como consecuencia adoptar «un estilo de vida y de consumo compatible con la salvaguarda de la creación y con criterios de justicia hacia quien cultiva la tierra en cada país», y lograr así una promoción en todo el mundo de la solidaridad. «Jesús enseñó a rezar a sus discípulos pidiendo al Padre celestial no ‘mi’ pan de cada día sino el ‘nuestro’. Quiere de esta manera que cada persona se sienta responsable de sus hermanos, con objeto de que a ninguno le falte lo necesario para vivir”.
Jean Ziegler escribió en el 2000 un libro sobre este tema: “El hambre del mundo explicada a mi hijo”, donde dice que nos han hablado demasiado de teorías, como la de Karl Marx, que “creía que la carencia objetiva de alimentos acompañaría aún la humanidad durante siglos”, pero en realidad “lo que mata, hoy, es la carencia social, es decir, la injusta distribución de los medios disponibles. Millones de seres humanos mueren de hambre cada año, porque no tienen unos medios financieros (o de otra clase) para acceder a una alimentación suficiente”. Los alimentos existen, los hay suficientes para alimentar el doble de la población actual del mundo, se puede dar de comida a 12 mil millones de habitantes con los medios de producción actuales, según la FAO.
El problema real es nuestro egoísmo: “Un mito obsesiona muchos hombres en Occidente: el de la selección natural. ¡Es un mito perverso! Cualquier hombre sensato reconoce que la destrucción debido a la desnutrición y el hambre de una sexta parte de la humanidad es un escándalo inaceptable. Pero muchos ven en esto ventajas”. Los ricos saben que no morirán de hambre, y se inventan mitos de que la superpoblación del planeta es peligrosa, que de esto resulta la fatalidad del hambre. “El hambre sería como un instrumento de regulación de los nacimientos: los más fuertes sobreviven, los débiles mueren. Es la selección natural. Esta idea implica un racismo inconsciente”. Como sabemos, esta idea estúpida la escribió el pastor anglicano Thomas Malthus a finales del XVIII en el libro “Ensayo sobre el principio de la población”: dice que “la población de la Tierra crece en progresión geométrica y se dobla cada 25 años. Los bienes de subsistencia, en cambio, sólo aumentan de manera aritmética”. El problema es de los que la han tomado en serio, ya que funciona psicológicamente para justificar la visión de rostros muertos de hambre, de niños agonizantes tirados por tierra en un dispensario...
Mientras tanto, “los países ricos siempre están obligados, si quieren garantizar un precio mínimo a sus agricultores, a destruir de una manera masiva los alimentos o a limitar severamente, por ley y con medidas de coacción, la producción... la Unión Europea hace quemar o destruir por medios químicos, periódicamente, montañas de carne y miles de toneladas de productos agrícolas de todo tipo... (el encargado) distribuye, más o menos, trescientos mil millones de francos franceses de subvenciones a los labradores, ganaderos y hortelanos de Europa. Esto, esencialmente, para garantizar el nivel elevado de los precios de los productos agrícolas... paga estas cantidades enormes para que los productores europeos renuncien a aumentar su producción...”