No es lenguaje políticamente correcto hablar hoy de pecado. Al ser uno algo mayor, nada político y menos partidista, poco amigo de progresismos, o cambios radicales, uso las palabras y conceptos de siempre. Por pecado, que no error, entiendo la ofensa libre y voluntaria a Dios, de quien transgrede conscientemente su santa Ley o Decálogo.
Nadie duda que hoy como ayer, anteayer y siempre, en todos los ámbitos de la vida humana, donde hay personas, se han dado y se darán pecados. En esto, como en el nacer y morir, todos somos idénticos ante Dios y objeto de su infinita misericordia.
A los católicos de siempre, pocas cosas nos escandalizan ya. Nos vemos débiles, limitados, pecadores y por eso mismo, comprendemos las debilidades ajenas. Ahora bien, por una recta formación recibida, llamamos a las cosas por su nombre: al pan, pan y al vino, vino. Sin confundir la bondad con el vicio...
Nada de rodeos, camuflajes ni justificaciones. Sin condenar a nadie, pero tampoco miramos para otro lado o decimos que todo vale, ante ideas o comportamientos antievangélicos o no católicos.
Y esto es lo que vemos está pasando hoy en nuestra sociedad. No sólo hay pecados como siempre, sino que se cae en la incoherencia mayúscula de llamar bien al mal y de pensar que ahora todo vale. Muchos prefieren vivir así en el engaño y quizás se cierran el camino de su conversión y salvación. Este es el gran pecado de nuestro tiempo.