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El derecho a la vida de los “pre-embriones”

A inicios del siglo XX estaba de moda la sociología. Los cultores de esta nueva ciencia se volcaban, sobre todo, en el estudio de algunos pueblos “primitivos”, esos que sobreviven en distintos lugares de nuestro planeta, que usan taparrabos y que saltan alrededor del fuego en las noches de luna llena. Uno de esos grandes estudiosos, Lévi-Strauss, no dudaba en afirmar que todos los hombres, aunque fuesen muy primitivos, eran siempre “humanos”. Entonces, ¿de dónde proceden las enormes diferencias entre el cazador con arco y flechas y el “manager” que lleva una computadora portátil y corre apresurado por los pasillos enmarmolados de modernas oficinas luminosas? En el hecho de cada uno, en su grupo, en su tiempo y en su lugar geográfico, manifiesta de distintas maneras sus propias capacidades humanas, respondería el mismo sociólogo francés. En otras palabras, que cada uno expresa de modo diverso una única realidad: el carácter humano que, en el fondo, nos hace a todos iguales en la diversidad.

Esta afirmación encierra consigo consecuencias transcendentales. Afirmar que todos somos igualmente humanos ha sido una conquista lenta, y no han faltado momentos en los que por egoísmos, por intereses de grupo, en algunos casos también por ignorancias más o menos culpables, no se ha percibido esa verdad ni su alcance práctico. Un genio griego como Aristóteles consideraba a los esclavos como hombres (no podía negar la evidencia) pero a la vez les negaba la condición de “personas”, de seres libres con derechos. Y la misma suerte le tocó a la mujer en el pensamiento del gran filósofo griego...

Más cercanos a nosotros en el tiempo y en el espacio, vimos cómo en el siglo XVI hubo conquistadores que quisieron ver en los indígenas de América a seres inferiores, “casi-no personas”, “casi-no hombres”, para poder justificar así una situación de opresión e injusticia. Gracias a Dios, los teólogos de la escuela de Salamanca, y, de un modo más contundente, el Papa de Roma, aclararon el asunto a nivel doctrinal y defendieron valientemente el carácter humano y digno de nuestros oprimidos antepasados, aunque, a pesar de esta enseñanza en favor de los conquistados, se continuaron muchos atropellos y esclavizaciones (menos, desde luego, que los que sufrieron los desafortunados indígenas en otros lugares del planeta, donde fueron masacrados como si fueran animales...).

La biología ha profundizado más en esta verdad, y ha descubierto durante este siglo, gracias al desarrollo de la genética, que comenzamos a ser miembros de la especie humana desde el momento de nuestra concepción, es decir, desde que se juntaron el espermatozoide de mi padre y el óvulo de mi madre, y se creó un nuevo tesoro genético, tan particular y tan especial que no existe otro en el mundo como yo... Esta verdad ya ha sido usada incluso en los tribunales de algunos países modernos: en vez de estudiar las huellas digitales para descubrir al presunto delincuente, se han realizado análisis de DNA (es decir, de esa secuencia maravillosa de la que gozamos desde el momento de la fecundación del óvulo materno).

Sin embargo, seguimos encontrando (hoy como ayer) individuos interesados en negar el carácter humano de algunas categorías de seres como nosotros. En 1984, por ejemplo, un grupo de investigadores británicos se reunieron e impusieron una palabra nueva en casi todos los libros de la ciencia: “pre-embrión”. La palabra ha recorrido con la velocidad de la luz todo el planeta. ¿Por qué hablar de “pre-embrión”? El motivo es sencillo: la fecundación artificial estaba creando muchos embriones “sobrantes” (normalmente sometidos a la “tortura” de la congelación), y la ley solía proteger y prohibir cualquier experimento sobre embriones humanos. En cambio, si se introducía, observando algunos datos de desarrollo embrional, la noción de “pre-embrión”, podíamos lograr (como se ha logrado) una reglamentación que diese espacio a los experimentos sobre estos seres “pre-humanos”. Estamos dentro de la misma lógica de quien dijo que el esclavo no era persona y que el indígena era sub-humano, sólo que ahora somos más refinados y usamos guantes esterilizados y bisturís de acero inoxidable...

Creo que conviene reconquistar el principio fundamental de cualquier humanismo auténtico, como el que alimentó aquella estupenda Declaración de los Derechos Humanos que va a cumplir el 10 de diciembre sus 50 años de vida: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...” (art.1). “Cada individuo tiene derecho a la vida”(art.3), y ello más allá de cualquier otro condicionamiento (clase social, raza, condición, etc., art.2).

Ese principio fundamental, el derecho a la vida, está en peligro cuando se persigue, por medio del crimen o de la guerra, a un grupo de personas de modo injusto o arbitrario. Ese principio está en peligro cuando se promueve el aborto selectivo o el infanticidio porque el niño no responde a los sueños de los padres o de la sociedad. Ese principio está en peligro cuando miles de pre-embriones (bonita palabra para encubrir la realidad de una masacre realizada con los más refinados adelantos científicos) quedan a merced de los médicos, que pueden usarlos para sus experimentos o quemarlos cuando lo deseen.

El principio del valor de la vida de cada hombre está en peligro. Lo ha estado siempre y lo estará en el futuro, porque el egoísmo es capaz de llevarnos a pisotear al prójimo, a dañar al débil e indefenso en favor de los propios y mezquinos intereses individuales o de grupo. Pero también es verdad que ese principio, en una forma maravillosa que se llama amor y solidaridad, ha vivido, vive y vivirá en miles y en millones de hombres y mujeres, quizá desarmados, quizá pobres, quizá sin “voz” en los medios de comunicación, pero que todos los días acogen al otro, lo ayudan, lo alimentan, lo aman, sin fijarse en si es hombre o mujer, alto o bajo, gordo o flaco, listo o tonto, “normal” (una palabra muy difícil de explicar, pues todos tenemos nuestros pequeños o grandes defectos) o discapacitado...

El 10 de diciembre de 1948, día luminoso para la vida del hombre por aquella aprobación de los Derechos Humanos, no significó un punto de partida desde el vacío de la historia. Fue simplemente un embalse que recogió mucho (no todo, desde luego) de lo bueno que hay en el hombre y en las tradiciones y culturas de nuestro planeta. Nos ha llegado a nosotros, y nos toca transmitirlo y enriquecerlo, precisamente desde la defensa decidida y amorosa del valor más hermoso que hemos recibido de nuestros padres y de tantas personas que los apoyaron y sostuvieron: la vida.

Nos toca transmitirlo y defenderlo, de modo especial cuando existen quienes, con una miopía que raya en la ceguera más suicida, andan sometiendo la existencia ajena a los gustos y proyectos de los fuertes. El mundo será grande y justo cuando defendamos el lugar del débil, sin condiciones, sin egoísmos viles, sólo porque en cada uno brilla la luz de la condición humana que se esconde en mí y en todos, y que encierra, como un misterio siempre fresco, la multiplicidad de la grandeza de un Dios que es Padre de todos, también del débil y del enfermo. Un Dios que llama a todos a contribuir, desde su historia y situación concreta e irrepetible, su granito de arena en la perfección de un universo que es diseño de amor y que pide el contagio de ese amor a todos los hombres sin distinciones.