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El Adulterio

 El amor es la vocación fundamental de todo ser humano. Todos deseamos amar y ser amados sin equívocos. El don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo de la donación total de la persona. Esto no se consigue con el adulterio pues esa pareja, al no ser verdaderos esposos, actúan con mentira como si lo fueran, falsean así uso de la sexualidad y se hieren a sí mismos en lo más profundo.

El adulterio designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf. Mateo 5, 27-28). El adulterio es una injusticia, quien lo comete falta a sus compromisos.

Los antiguos mexicanos castigaban el adulterio con la muerte de ambos cómplices. Se pueden leer las palabras de una madre náhuatl a su hija sobre este tema: Aquí estás, mi hijita, mi collar de piedras finas, mi plumaje de quetzal, mi hechura humana, la nacida de mí (...): Oye bien, hijita mía, niñita mía: no es lugar de bienestar la tierra (...). No entregues en vano tu cuerpo, mi hijita, mi niña, mi tortolita, mi muchachita. No te entregues a cualquiera, porque si nada más así dejas de ser virgen, si te haces mujer, te pierdes, porque ya nunca irás bajo el amparo de alguien que de verdad te quiera (...) que no te conozcan dos hombres (...) Pero si estás bajo el poder de alguien (...) no quieras que tu corazón quiera irse en vano por otro lado. No te atrevas con tu marido. No pases por encima de él, o como se dice, no seas adúltera (...) Ya no serás ejemplo (...) y aunque no te vea nadie, aunque no te vea tu marido, mira, te ve el Dueño del cerca y del junto[1].

Fray Bernardino de Sahagún, gran observador de la vida de los antiguos mexicanos del siglo XVI, escribe lo siguiente sobre el Calmecac, la escuela superior: “Ninguno era soberbio, ni hacía ofensa a otro, ni era inobediente a orden y costumbres que ellos usaban, y si alguna vez parecía un borracho o amancebado, o hacía otro delito criminal, luego le mataban o le daban garrote, o le asaban vivo o le aseteaban; y quien hacía culpa venial, luego le punzaban las orejas y lados con puntas de maguey o punzón” (Historia General de las cosas de la Nueva España, libro 3 Apéndice, cap. 8, n. 10).

La persona que defiende el adulterio dice: “El amor no es amor si no es libre”. Aparentemente, esa persona pone al amor por encima de todo, pero no lo pone. Sitúa la libertad individual por encima del amor. Su posición equivale a decir: “Te doy todo menos mi libertad, que es lo que más aprecio. La aprecio por encima de ti”. No comprometerse ¿es amor?...

Quien ama, pone la libertad individual al servicio del amor. Los que aceptan el amor libre o el adulterio, son personas inseguras. Generalmente son así porque han visto infidelidades en sus padres o han tenido una experiencia negativa del amor. La persona que defiende esta postura dice: “Como hay fracasos en el amor conyugal, no me caso”. En vez de decir: “Me hago adulto para contraer, como adulto, el compromiso de entrega del amor, sin el cual el amor no es amor”.

Si alquilas una casa, ¿comprometes todo tu dinero en mejorarla? no, ¿por qué? porque es provisional. Así, no puede haber totalidad en el experimento. La persona que sostiene el amor libre dice: “Voy a experimentar contigo, si me conviene, sigo...”. El amor libre toma a los seres humanos como objeto de prueba, pero el ser humano se destruye para siempre en esa prueba, en el aspecto biológico, psicológico y moral.

El amor libre equivale al matrimonio a prueba para conocerse bien; pero esa observación es artificial, impide la espontaneidad, porque se pretenderá cuidar la imagen. La experiencia ha demostrado que el matrimonio a prueba no garantiza un pleno conocimiento de la persona, ya que el ser humano siempre está en proceso de evolución; es inconstante por naturaleza; no obstante, puede superar esa deficiencia con virtudes y con la fuerte atracción hacia el bien que anida en su corazón.

La unión corporal y sexual es algo grande y hermoso. Pero solamente es digna del hombre si ella es integrada en una vinculación personal, reconocida por la sociedad civil y eclesiástica. Toda unión carnal entre hombre y mujer tiene, por tanto, su legítimo lugar sólo dentro del recinto de fidelidad personal, exclusiva y definitiva, en el matrimonio. (...). No se puede vivir solamente de prueba; no se puede morir solamente de prueba. No se puede amar sólo de prueba, aceptar a una persona sólo de prueba y por un tiempo determinado (Juan Pablo II, Homilía en Alemania, 15 de noviembre 1989, n. 5).

La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mateo 15, 19-20). No tenemos ni idea el daño que pueden sufrir los hijos cuando uno de sus padres es adúltero. Ana Catalina Emmerick habla de “la atracción diabólica de los adúlteros de unos a otros, de la maldición de los que faltan a la santidad del matrimonio, de las consecuencias que recaen sobre los hijos, siendo los padres los mayores culpables” (libro 8, p. 359).

En el que peca de adulterio o de superstición no hay felicidad, habrá a lo sumo, placer, y si se pregunta con valentía ¿soy feliz siendo adúltero(a)? si es sincero dirá que no. En el corazón reside también la caridad, principio de las buenas obras, a la que hiere el pecado. Hay en el corazón del ser humano una gran tendencia hacia el bien, pero también hacia el mal. De nosotros depende cual prevalezca porque somos libres. Todos podemos caer en el adulterio –o en otro vicio- cuando olvidamos que después de esta vida viene la eternidad feliz o infeliz. No vale la pena jugarse la vida eterna por un plato de lentejas.

[1]  Citado en José Luis Guerrero, Los dos mundos de un indio santo, Cimiento, México 1991, p. 158.