En la película “El puente sobre el río Kwai” (de David Lean, 7 Oscars en 1957) se narra –en un escenario de la segunda guerra mundial- la historia de un puente para el ferrocarril construido por los prisioneros británicos en la Birmania ocupada. Ahí se libra una batalla, distinta de la del frente: ser esclavos de un tirano jefe del campo de concentración, o mantener la libertad aún a costa de la muerte. Hasta entonces, los que no morían sometidos a fuertes trabajos y poca ración de comida, lo hacían al intentar escapar. Hay una lección magistral que dan los presos de la película, de no perder su condición de soldados, no dejar que les convirtieran en esclavos, pues al perder la dignidad podría sucederles –como a los grupos de prisioneros que pasaron antes- que cayeran en una espiral de falta de motivaciones, y perdieran la vida al no luchar por sobrevivir con dignidad. Se proponen luchar por unos objetivos, algo así como lo que dice también V. Frankl, quien da como señales de supervivencia en los campos de concentración tres “coordenadas”: alguien a quien amar, un ideal, y esa lucha por los objetivos propuestos.
En el fondo, lo importante es no perder nunca la dignidad de ser “persona”, no venderse “al sistema”, no ir a lo fácil, dejarse llevar por la corriente. El hombre se define como quien se posee a sí mismo, actúa libremente, es causa de sí mismo, es decir se edifica con sus actos, cuando tiene un “por qué” actuar. Entonces, cuando hay un “por qué” luchar (es el campo llamado de las “motivaciones”), siempre se encuentra un “cómo” hacer las cosas (sería lo que se viene a llamar “procedimientos”, en nuestro caso virtudes). Así se llega a lo que hoy llaman educación “emocional”, aunque me gusta más la palabra “afectiva”, porque comprende más elementos que las emociones, de suyo pasajeras: en el fondo, es educación del corazón, entendido como lo más íntimo del ser humano, su “yo” más interior, donde se encuentra uno con lo que piensa, con lo que ama, con lo que decide: la lucha por ser siempre sinceros, leales, decididos, generosos, emprendedores, responsables, laboriosos, amigos de la libertad, sin miedos, sin timideces.
Esta educación del corazón comprende muchas tareas, que sustancialmente pueden dividirse en dos grupos. Como en los trabajos de la agricultura, para poder plantar las buenas plantas hay que arrancar las malas. Es decir primero hay que luchar por arrancar los malos hábitos: no ser perezoso, o patológicamente curioso, o un egoísta redomado, cosas que –explica el Dr. Aguiló- no pueden considerarse positivas. Por eso lo llamamos “defectos”, por citar algunos más: como la arrogancia o la envidia; son malas hierbas, y han de ser arrancadas como paso previo a las tareas de labranza: arar y airear la tierra, sembrar y regar, etc.
El carácter, me decía un día el psiquiatra Manuel Álvarez, está compuesto de cuatro aspectos que marcan la persona: los “genes” (el nacimiento, la constitución), la “familia” (el ambiente primero en el que se recibe la educación), el “ambiente” en el que nos movemos (amigos, cultura de nuestro tiempo) y el cuarto elemento, más personal, es el de la “libertad” que ejercita uno con sus actos, y es ahí donde se forja con las virtudes. Todo ello configura el carácter. No dependemos totalmente de la cultura dominante, pero tampoco ninguno es una pieza aislada, estamos todos interconexionados. En la película “Los lunes al sol” hay un pasaje que dice: somos “como los siameses, si uno cae, todos caemos”, en el sentido de que sin dejar de ser libres nos condiciona el entorno, hay una cierta solidaridad entre todos, sin depender totalmente del ambiente.
Por eso es muy importante formar el carácter, y en las tareas de educación, importa mucho llegar a tiempo. El carácter no es sólo cuestión de herencia genética, sino que precisa un esfuerzo continuado por mejorarse. Hay unas épocas más propicias a esa formación, como los primeros años, pero esto no significa que lo que no se ha hecho antes no se pueda conseguir luego, simplemente costará más, y aunque sea una tarea laboriosa esto no ha de llevar a nadie a desfallecer: el hecho de que un árbol tarde mucho en crecer, indica que hay que plantarlo cuanto antes. La actitud de previsión es todo lo contrario al conformismo de decir “el tiempo es sabio, y soluciona los problemas”. En sí solo el tiempo no atempera el carácter, a no ser que caigamos en la falacia del fumador que se consuela pensando que cada día hay una lista de los que dejan de fumar, publicada en el periódico: en la página de las esquelas funerarias. “El tiempo arregla a los que se esfuerzan por mejorar, pero estropea a los que se dejan llevar por su falta de carácter –sigue diciendo el Dr. Aguiló-. El mero transcurso del tiempo, sin más factores, no hace cambiar el sentido de una evolución, sino que la confirma”. De ahí que cada día hay que avanzar en la lucha por tener buen carácter, “antes de que sea tarde y haya cristalizado en defectos difíciles de remover”. Si no, vienen luego los desengaños o complejos de sentirse impotentes ante la cobardía, o los arranques de mal genio, o aparece una apatía permanente... La vida exige lucha, y ésta produce alegría, la sensación de victoria.