Comprensión es una bonita palabra, de las más difíciles de aprender hoy día: podríamos definirla como meterse en la piel de los demás, y tiene como consecuencias lo que decía un alma santa: “Cuida de no hablar del mal. Hay siempre algo de bien en cada alma, aunque no sea más que en embrión”. Quizá en el ámbito social puede llamarse a esto concordia (opuesto a la “crispación”, término tan usado a nivel político y de toda la sociedad).
Julián Marías dice que puede haber discrepancias en la sociedad, pero no debe de haber faltas de concordia. “Pero nada es más peligroso que confundir la concordia con el acuerdo. No es menester estar de acuerdo, se puede discrepar enérgicamente, incluso sobre asuntos graves. Con tal de que no se rompa la concordia, la decisión de vivir juntos”, frase de una gran actualidad, en vista de los problemas sociales internos y en el ámbito de países en guerra.
La exigencia primaria de la concordia es la veracidad. No pueden darse igual cosas ciertas o erróneas en los medios de comunicación y en el debate público o privado. No me refiero a errores o exageraciones, que son cosas que no perturban la voluntad de ser veraz. Como indica el filósofo ya citado, “otra cosa es la mentira, la desfiguración deliberada y consciente de la verdad, la perversión de la palabra. Esto hace un daño irreparable, viola los derechos de la realidad, causa heridas incurables a la convivencia. Si se examinaran con algún detalle los grandes males que han afligido a la humanidad, se vería cómo en su origen está casi siempre la mentira”.
Otra exigencia de la convivencia es la buena voluntad (voluntad de no hacer daño: puede haber “pillos” que busquen su bien antes que el de los demás, o el poder: y los mecanismos democráticos han de pararles los pies, pero otra cosa es el cruel, el despiadado... en definitiva el enfermo de maldad).
Una educación para la concordia tiene como consecuencia no ser agresivo (no agredir, ni insultar, ni calumniar, todas ellas características de ser inadaptado socialmente, quizá como consecuencia de problemas personales no resueltos, o simplemente inmadurez afectiva que genera violencia, de ahí la importancia de una sana educación emotiva). La serenidad y cortesía hacen que la persona no entre al trapo, al juego sucio del que dispara ofensas (dar la callada por respuesta es señal de elegancia).
La poca autoestima que genera una educación falaz (búsqueda del éxito, confiar en la suerte) produce en muchos un desprecio hacia su persona (basta ver las estadísticas, la gente no está contenta de sí misma ni de su cuerpo), y este descontento genera agresividad (que es su expresión primera). Algunos grupos callejeros están al orden del día, aparte de otras manifestaciones antiestéticas que vemos en nuestra sociedad, que generan más que despecho compasión y deseo de que se eduquen un poco en su sensibilidad.
Pero la educación, en el sentido pleno que decimos, no se queda en evitar la “tosquedad mental”, sino que esta concordia social no puede apoyarse más que en unos valores, precisamente los dos que hemos apuntado (y que provienen de lo que llamábamos los primeros principios, y entre ellos que una cosa es verdad y otra mentira pues las cosas no pueden ser y no ser al mismo tiempo). Y este valor de hacer la verdad lleva a la benevolencia (tener un buen corazón) que es lo que dice el Evangelio: vivir la verdad a través del amor.