Una
vez conocí a un chico de nombre Daniel. Me cayó bien y como la vida
estudiantil multiplicaba aquel primer encuentro, pronto nos entrelazó
algo de amistad.
Siempre parecía sereno, con una alegría equilibrada. Siempre tenía
ideas frescas, algún comentario sobre un libro, un cierto contacto
sensible con la naturaleza. Pero una cosa rara notaba en él: no seguía
nuestras conversaciones.
En el grupo de amigos hablábamos de lo que nos era común. Las
conversaciones casi siempre se reducían a carcajadas sobre el nuevo
comediante o las caricaturas o las mil cosas que la pantalla nos
ofrecía para descansar y recrear el espíritu.
Una vez, tras unas de esas sesiones de risa, le pregunté:
- Daniel, ¿no te gusta hablar de esto?
La respuesta fue llana:
- Es que no tengo televisión.
Claro, como vivía en la residencia universitaria a lo mejor no tenía dinero para comprar una tele pequeña y tal... Pero no.
- Es que nunca he tenido - aseguró Daniel.
De verdad que se estremecieron mis huesos occidentales. ¿Será posible? Casi me rasgué las vestiduras.
En los años maduros después de terminar la carrera, he visto los
errores de mi mentalidad televisiva. Testigo he sido de hechos
dolorosos. A mi hermano menor, mi madre le solía gritar:
- Andrés, vamos a cenar dentro de hora y media, es decir, tres programas.
¿Dónde estamos si nuestro sentido del tiempo se ha perdido en favor
de la contemplación pasiva de un cacareo metálico? Y ahora está peor.
Andrés ya cursa secundaria, y los magos de la programación han
decretado que media hora es demasiada atención para exigirle a un ser
humano. Ahora hay videos musicales de tres minutos y anuncios sin fin
con programas mutilados metidos entre los eslabones débiles de
publicidad.
Mi hermana que ya tiene un niño, no tiene que darle chupón. Basta
con instalarlo frente a la televisión y se calla. A veces se duerme,
más inteligente que nosotros.
Mamá sirve la comida y encendemos la tele. Ni hablamos, ni
pensamos, ni saboreamos siquiera lo que comemos. Viene el anuncio y
elevamos el tenedor a la boca y ni nos damos cuenta de que el arroz ya
está frío.
Yo no sé qué tendrá que decir mi hermana al bebé cuando ya esté en
primaria. "Cenamos dentro de dos programas, tres videos y siete
anuncios." Me parece del todo escalofriante.
Daniel, si alguna vez lees estas palabras, ve que ya sé de dónde
venían tus ideas frescas. No tuviste quién o qué te las mermara. Si ya
tienes una familia, espero que compartas esas ideas con tus hijos. Nos
hace falta más gente como tú.
Sobre todo espero que tu mujer llame a los chiquillos "dentro de
una hora y cuarto", a secas, o mejor: "cuando termines dos capítulos
más de tu libro."