El proceso de prescindir de Dios en la vida personal, social y global, suele ser casi siempre idéntico y repetitivo, hasta desembocar en el agnosticismo y ateísmo.
Se comienza con achacar a Dios la culpa y la responsabilidad de todo lo incomprensible que vemos o afecta a la vida y felicidad del ser humano.
Tanto las desgracias naturales como las humanas, ajenas o personales, el culpable es el mismo Dios.
Se duda, luego, de su existencia. Más tarde, se llega al convencimiento de que si existiese, será igualmente imposible el conocerle, hasta desembocar, al fin, en el ateismo práctico.
No queda aquí todo. En la vida social se prescinde de Él casi por completo.
Se vive y se obra, "como si no existiese", reduciéndole al ámbito individual, a mera caricatura, fetiche o estorbo. Más tarde se le arrincona como algo innecesario, obsoleto y hasta molesto.No faltan quienes le presentan como enemigo de la verdadera libertad humana, confinando su persona al baúl de los recuerdos. Si alguien se atreve públicamente a profesar su fe en Él, a este tal se le ridiculiza, se le
margina y se le combate por todos los medios. Así se llega, sin darse casi cuenta, al ateismo beligerante. A ese fantasma, fruto de la creación, fantasía y miedos humanos, se le ataca como enemigo y rival del hombre. Cuanto más lejos esté su recuerdo, más
libre será el hombre, hasta desterrarle por completo de su vida. El hombre se erige en juez, autor, realizador, principio y fin de sí mismo y de su existencia. Se ha endiosado a sí mismo.. Terminada la obra de demolición de la fe, comenzará la obra de la suplantación de Dios por una caterva interminable de ídolos, dioses y dio sencillos que tratarán de ocupar el vacío inmenso que el único Dios
vivo y verdadero ha dejado en el corazón y en la vida del ateo. El proceso se ha cerrado. La conclusión es patente. El hombre es el único dios.