Decídanse ... ¡o vale o no vale la familia!
Actualmente algunos grupos sociales han insistido que el concepto de familia debe cambiar, porque es una forma obsoleta, que ya no sirve, que el matrimonio no está funcionando y que los hijos pueden ser educados con o sin padres, con o sin una familia.
¿Por qué la Iglesia no está de acuerdo con esta postura? ¿por qué la Iglesia defiende siempre y con tanta energía la permanencia del núcleo familiar? Porque la familia es desde siempre el lugar donde se nos quiere sin condiciones, tal como somos, con nuestras cualidades y defectos. Es también el lugar donde sentimos seguridad, donde sabemos que encontraremos alguien esperándonos para escucharnos o para hacernos compañía con su silencio.
Por supuesto que cuando faltan los padres naturales, unos amorosos padres adoptivos cumplen totalmente con este papel.
Existen dos aspectos importantes en la formación humana: Todas las personas tienen que crecer en su propia individualidad, como seres únicos e irrepetibles, hechos a imagen y semejanza de Dios. Pero también tienen que aprender a relacionarse con su prójimo y con el mundo que les rodea.
Pues bien, estos dos aspectos se aprenden dentro de una familia funcional. Los hijos, al ir creciendo, van forjando su propia identificación ante sí mismos a través de reconocerse y de ser reconocidos como personas valiosas por sí mismas (independientemente de su estatura, del color de piel y de ojos, de su peso, de su inteligencia, de su posición económica, etc.).
Y también van aprendiendo a convivir con su prójimo dentro de una sociedad, porque en la vida familiar van logrando cada vez más y al ritmo de su crecimiento, mayor independencia de sus propios padres. Si logran seguridad personal, es mucho más fácil que logren relacionarse con el mundo de manera más sana y fructífera.
Me gusta comparar a la familia con el juego de béisbol. Cuando el equipo que batea tiene en las tres bases a uno de sus jugadores, le llaman “casa llena” y todos están en espera desde su posición, de que su bateador venza al enemigo (los peligros de la vida) para poderse luego reunir “corriendo a casa” (home run). En la base final (el hogar) todos esperan a los demás con calor humano, alegría y sin reproches de lo que pudo haber salido mal en otro momento; se respetan y festejan unidos el triunfo final. Cada quien tuvo una acción personal e individual, pero participativa para el logro del éxito de su grupo.
En un ambiente familiar católico, donde todo este aspecto del crecimiento humano tiene como factor más importante, el de la presencia de Dios, permite que las cosas cotidianas, el trato de todos los días entre esposos, padres e hijos y a veces, con los abuelos o tíos, que viven dentro de la misma familia, sean una forma de demostrarle al propio Dios, que somos un reflejo de El, y que a través de estos pequeños actos, si los hacemos a su gusto y como El nos enseña, nos acercamos día a día a su corazón y por lo tanto, podemos alcanzar el cielo al final de nuestra vida.