Coincidiendo con la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, hace un año se inauguraba el Jubileo del Año Paulino, convocado por Benedicto XVI con motivo del dos mil aniversario del nacimiento del “Apóstol de los gentiles”. Llegado el momento de su clausura, damos gracias a Dios porque, pasados estos doce meses, nos hemos familiarizado más con la vida y el legado espiritual de San Pablo, cuyas Cartas escuchamos con tanta asiduidad en las Eucaristías dominicales.
A lo largo de este año, se ha realizado un notable esfuerzo a distintos niveles, para dar a conocer su figura y su doctrina: homilías dominicales, publicación de biografías, conferencias divulgativas, congresos académicos, cursillos formativos sobre sus diversas Cartas, peregrinaciones tras las huellas de San Pablo por la llamada Ruta Paulina, películas, etc. De una forma especial, cabe destacar las veinte catequesis impartidas por el Papa, en los habituales encuentros que mantiene los miércoles con los peregrinos que acuden a Roma. La editorial de la Conferencia Episcopal Española (Edice), ha publicado estas bellísimas y profundas catequesis en un libro titulado Aprender de San Pablo, que bien pudiera servirnos para dejar grabado en nosotros el legado de este Año Paulino que ahora finaliza. Mención aparte merece la incorporación de las iglesias ortodoxas a este Jubileo convocado por el Papa, tal y como anunció el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I.
Sólo los enamorados enamoran
La fuerza de San Pablo nace de su profunda experiencia interior: "Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Fundado en la conciencia de saberse amado incondicionalmente por Cristo, Pablo vive con radicalidad los consejos evangélicos: “Por mi parte, muy gustosamente me daré y me desgastaré totalmente por vosotros” (2 Co 12, 15). La consecuencia lógica de todo esto es que la figura de Pablo “arrastró” en su tiempo –y lo sigue haciendo en el presente- a muchísimas personas, al seguimiento de Cristo: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).
He aquí una de las intuiciones que más ha sido subrayada en este Año Paulino que llega a su fin: La Nueva Evangelización sólo podrá ser acometida con éxito por quienes estén “enamorados de Cristo”. Las características del momento en que vivimos acentúan más, si cabe, esta convicción. La secularización interna de la Iglesia se caracteriza por un estilo de vida relajada, “alérgico” a cualquier sacrificio y renuncia, que se expresa con un discurso plano, en el que sólo se desarrollan los puntos de consenso con la cultura dominante. La experiencia nos demuestra que por este camino, todos los proyectos pastorales están condenados a la esterilidad.
San Pablo no buscó gratuitamente conflictos, pero tampoco los rehuyó cuando se presentaron. Nunca cedió a la tentación de procurar una falsa armonía con su entorno, sino que “combatió” decididamente con la espada de la palabra. En su ministerio apostólico no faltaron incomprensiones y disputas, tal y como él mismo reconoce: "Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas... Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1 Ts 2, 2. 5).
Sin embargo, no podemos olvidar que la clave del ministerio de San Pablo no está en su espíritu combativo; sino que, más bien hemos de decir que, la clave del espíritu combativo de Pablo se explica por su “encuentro” con el Resucitado: “Todo lo juzgo como pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3, 8). Lo que motiva a San Pablo es el hecho de ser amado por Cristo, de donde se deriva un celo apostólico inagotable. El espíritu de lucha que muestra el Apóstol de los gentiles en sus Cartas, así como su capacidad de sufrimiento, es proporcional a su amor por Cristo.
La sabiduría de la cruz, cumbre del amor
La vida de San Pablo es un ejemplo práctico del mensaje evangélico que nos introduce en la sabiduría de la cruz: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para nosotros (…), fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 11, 23). Aunque pueda parecer paradójico, la cruz es “sabiduría” para los judíos, porque revela el auténtico rostro de Dios, que el Antiguo Testamento sólo había podido mostrar parcialmente. Al mismo tiempo, la cruz es “sabiduría” frente a la filosofía griega, demasiado segura de sí misma y de su lógica.
Gracias a Jesucristo, la cruz se ha convertido en la llave humilde que nos abre al misterio de la gracia divina. Así lo ha experimentado San Pablo a lo largo de toda su vida: “«Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (…) porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12, 10).
Este es el regalo que nos da San Pablo como conclusión de su Año Jubilar: la sabiduría de la cruz, reveladora del amor. La cruz es el camino que certifica y autentifica el amor… ¡No te tengamos miedo a la cruz, porque sería tanto como tenerle miedo al amor! Es imposible acercarse a la figura de San Pablo sin recibir una invitación a la conversión. ¡Glorifiquemos a Dios por la vida de Saulo de Tarso, testigo del amor apasionado de Dios por cada uno de nosotros y de la respuesta ardiente de quienes se dejan alcanzar por la llamada divina!