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¿A cuánto me lo dejas?

Recuerdo que siendo niño acompañaba a mi madre al mercado de la Colonia Escandón. Meterme en aquel mundo de colores, olores y sabores, suponía para mí un curioso gozo, que debía pagar sirviendo de “tameme” o, más elegantemente dicho, “gerente ejecutivo del departamento de transporte de mercancías”. Dichas experiencias me permitieron contemplar ese maravilloso juego de ingenio que llamamos “regateo”.

Aquella ceremonia solía iniciarse con la clave: “¿qué va a llevar Seño?”. (Nótese que se utiliza este término de fundamental importancia, evitando el grave peligro de llamar “señora” a una señorita, o “señorita” a una señora) y, a veces, matizada con un cariñoso diminutivo: ¿Qué va a llevar “señito”? A esta pregunta se solía contestar con otras dos, convirtiendo ese contrato de compraventa en un espacio de trato humano, muy lejano del pesado silencio que suele acompañar a la actual compra en los modernos supermercados, con sus estereotipados códigos de barras.

Dichas preguntas eran las siguientes; primera: ¿A cuánto el kilo de jitomate?, y cuando la vendedora satisfacía la duda de su cliente, surgía sin rodeos la pregunta clave: “Y por ser para mí, ¿a cuánto me lo dejas?”. Después de lo cual se conseguía el tan deseado descuento, y se cerraba el trato. Ahora bien, estos recuerdos me vienen a la memoria al descubrir un deseo de aligerar nuestra carga en todo lo que hacemos, en un intento de alcanzar el éxito sin pasar por la virtud.

Resulta preocupante descubrir el estilo de vida exageradamente mundano en que vivimos los adultos, como olvidando que moriremos, a pesar de que, lo único de lo que podemos estar absolutamente seguros es de nuestra mortuoria realidad. Por lo mismo, la corriente cultural en la que estamos educando a nuestros niños y jóvenes, se aparta del sentido global de esta vida considerada como medio para conseguir la eterna. Lo anterior se manifiesta por ejemplo, en el interés exclusivo por el propio bienestar; en la sobrevaloración del mejoramiento estético personal; etc. Y todo ello nos empobrece culturalmente. Y no me refiero aquí a la cultura universitaria o enciclopedista, sino a la cultura entendida como filosofía de la vida.

Así pues, no resulta raro encontrar a padres de familia, quienes afirman: me gustaría ganarme la confianza y el cariño de mis hijos; como también conseguir una estupenda comunicación con mi esposa, para poder gozar siempre de su amor y admiración; sabiendo que esto me exige, entre otras cosas, llegar temprano a casa para convivir con ellos, renunciando a mi programa de televisión, sin que me interrumpan. . . pero. . . “por ser para mí. . . ¿en cuánto me lo dejan”?

Tampoco faltan los estudiantes que ansían obtener un título académico sabiendo que deben estudiar más horas y, sobre todo con más orden, renunciando a tantas horas de televisión, de descanso y pérdida de tiempo en los juegos y a veces depravaciones que les proporciona internet, pero “por ser para mí, ¿en cuánto me lo dejas?”.

Fijémonos en los deportistas y aprenderemos de sus sudores y dolores producto de entrenamientos y renuncias, de disciplina y privaciones, y todo ello entendido como síntomas de superación. Ahora bien, conviene recordar que en la búsqueda del triunfo no todas las virtudes tienen la misma importancia, así pues hemos de perseguir, primero, las fundamentales, y de esta forma nos resultará más sencillo crecer en las virtudes menores. Entre las principales están la Justicia, la Prudencia, la Fortaleza, la Templanza, la Lealtad, la Veracidad, la Caridad y la Paciencia, y todo esto tiene gran importancia en el tema de la educación.

El día en que la humanidad se olvide de estas virtudes habrá dejado de ser humanidad. . . y entraremos a una nueva etapa donde nos rebajaremos al nivel de los animales, de forma tal que éstos deberán cuidarse de nosotros mucho más de lo que lo hacen ahora, y cada uno de nosotros tendremos que hacer lo mismo.

Pedirle rebajas a nuestra biografía, escatimar esfuerzos existenciales, nos pone en peligro de atesorar una historia personal de baja calidad, una vida que no vale la pena vivirla, pasando por este hermoso mundo siendo un simple mediocre más. ¡Qué hermoso resulta encontrar a tanta gente a la que le da nauseas la mediocridad, y cada día dan lo mejor de sí!