Soy un admirador de la ciencia y de los científicos. Más allá de los logros materiales que ésta haya aportado a la humanidad, me parece que, gracias a ella, los seres humanos estamos siendo capaces de conocer y comprender mejor el universo en el que vivimos. Hay una frase de Louis Pawels y Jaques Bergier en su libro “El retorno de los brujos” que siempre me ha impresionado. Dice: “La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aún desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adhesión. Cuanto más comprendo, más amo; porque todo lo comprendido es bueno”. Gracias a los científicos, que nos ayudan a comprender mejor, podemos amar más.
El método científico es una forma de conocer basada en la comprobación empírica de las hipótesis que se formulan sobre las leyes que rigen el universo. Este método se ha ido fraguando lentamente a lo largo de los siglos. La teoría de la relatividad no fue aceptada como cierta hasta que la observación de un eclipse solar dio carta de ciencia a la teoría planteada por Einstein en base a experimentos mentales y desarrollos matemáticos.
Karl Popper, filósofo de la ciencia reconocido como vaca sagrada por todos los científicos, puntualizó que toda teoría, para ser científicamente aceptable, tenía que pasar por el cedazo de la comprobación empírica.
Más aún, que para que pudiese ser considerada como tal, tenía que ser posible determinar ciertas observaciones que, de producirse, falsearían la teoría. Si una teoría con aspiraciones a científica no fuese “falsable”, es decir, no fuese posible encontrar observaciones que la hiciesen falsa, no pasaría de ser una entelequia. Según él –y según admiten todos los científicos serios–, todas las teorías son, por este motivo, provisionales.
Naturalmente, cuando una teoría se ha sometido en muchas ocasiones a comprobación empírica y nunca se han observado las condiciones que la harían falsa, su credibilidad y confiabilidad va aumentando, pero no por eso deja de ser provisional, porque nunca puede descartarse que mañana se observen esas condiciones de falsedad.
Pero ahora, desde finales del siglo XX y en los albores del siglo XXI, parece que hay científicos que están dispuestos a tirar a la basura esas normas que han dado a la ciencia su marchamo de credibilidad y autoridad. Estos planteamientos tienen como uno de sus objetivos cerrar una puerta a la trascendencia que la propia ciencia ha abierto.
Efectivamente, teorías como la del Big Bang, que se ajustan a múltiples observaciones empíricas, parecen abrir la puerta a un momento cero del universo y, por tanto, a una creación. Más aún esas observaciones han llevado a descubrir que vivimos en un universo en el que se dan unas condiciones tan especialísimas que la probabilidad de que se hayan dado espontáneamente es despreciable y que sólo un universo así ha hecho posible que estemos aquí para observarlo, comprenderlo y amarlo.
El científico Roger Penrose, uno de los descubridores de los agujeros negros junto con Stephen Hawking, cifra esta probabilidad en 1, dividido por 10^(10^128), un número asombrosamente alto, tan alto que un 1 seguido de tantos ceros como partículas elementales hay en el universo sería despreciable a su lado. Es obvio que si un universo así existe, responde a un diseño y, siempre que hay un diseño, tiene que haber un diseñador. Por supuesto, esto es más de lo que pueden admitir los científicos que han hecho un acto de fe de ateísmo y que son, además, militantes de ese acto de fe. Su argumento consiste en decir que no existe únicamente este universo, sino una infinitud de ellos y que, por tanto, en alguno de ellos tiene que darse esa casualidad, que deja de serlo por el “hecho” de que existan estos infinitos universos. El problema es que esta suposición de los infinitos universos es algo que NUNCA podrá ser sometido a observación, por la sencilla razón de que ningún aparato de observación puede de manera alguna traspasar los límites del universo para observar nada más allá de él.
Sin embargo, si una afirmación que no es comprobable empíricamente se disfraza de suficiente aparato matemático, puede ser que se engañe a algún incauto y se crea que tiene visos científicos. No debemos olvidar que nadie se convenció de que la teoría de la relatividad de Einstein era científicamente aceptable hasta que fue comprobada empíricamente, a pesar de todo su ropaje matemático, que no es baladí. Pero, precisamente esta teoría, comprobada empíricamente de muy diversas formas, entra en una contradicción peliaguda con otra teoría científica también ampliamente comprobada empíricamente, como es la física cuántica. Efectivamente, todos los científicos han llegado a la conclusión de que, al menos en el estado actual del conocimiento, estas dos teorías son irreconciliables. Por eso, en un encomiable esfuerzo por resolver esa contradicción, se han elaborado una serie de teorías con un fuertísimo aparato matemático, para intentar englobar la relatividad y la física cuántica como casos límite de una teoría más amplia que explique a ambas. Esto ha dado lugar a una familia de teorías que se conocen como teorías de cuerdas. Todas tienen en común el afirmar que las partículas elementales que forman la materia: cuarks, electrones, etc., son en realidad unas minúsculas entidades que vibran.
Y es precisamente la forma en la que vibran la que determina que una partícula sea un cuark o un electrón o cualquiera de las demás partículas de la teoría estándar de partículas. Debido a esta vibración que se supone generaba las partículas elementales es por lo que se llamó cuerdas a estas entidades. Y de ahí en nombre genérico de teoría de cuerdas para todas ellas. Lo malo de todos estos modelos matemáticos es que estos entes llamados cuerdas son indetectables empíricamente.
Los desarrollos matemáticos que, en los años ochenta del siglo XX, se llevaron a las teorías de cuerdas, fueron cinco. Ninguno de ellos tiene una primacía sobre las demás. Por eso, posteriormente, se desarrolló un modelo matemático llamado teoría M, que engloba las cinco teorías de cuerdas. Esta teoría M, que se denomina pomposamente “teoría del todo” es a la que Hawking, entre otros, se refiere también como la mente de Dios. Para tenerse en pie, esta “teoría del todo” necesita postular la existencia de 6 dimensiones adicionales, además de las tres espaciales y el tiempo. Pero parece que estas dimensiones adicionales están “compactadas”, de forma que –vaya por Dios– tampoco son detectables empíricamente. Otra consecuencia de esta teoría M es que puede haber infinitos universos con diferentes tipos de partículas y diferentes leyes en cada uno de ellos. Acaba de nacer la idea de multiverso, ente matemático del que pueden surgir, al azar, infinitos universos. Este multiverso sería como un caldo hirviente de cuyo seno saldrían los universos como burbujas. Ni que decir tiene que estos universos son también indetectables empíricamente, ya que están totalmente aislados entre sí. Y, como no podía ser de otra manera, tampoco se pueden establecer las condiciones de falsabilidad exigidas por los principios científicos. Pero esto era lo que estaban esperando todos aquellos cuyo acto de fe nihilista deseaba postular la existencia de infinitos universos para negar un diseñador del que tenemos. Por supuesto, todos ellos, junto con su maquinaria propagandística, empezaron a presentar este modelo matemático inverificable e infalsable, como una teoría científica demostrada.
Como no quiero que sea sólo mi palabra la que afirme cuanto acabo de decir, voy a citar textualmente algunos pasajes de un artículo publicado en “Investigación y Ciencia” del mes de Septiembre del 2010, firmado por Dieter Lüst, profesor de física matemática y teoría de cuerdas en la Universidad Ludwig Maximilian y director del Instituto de física Max Plank (cf. ¿Es la teoría de cuerdas una ciencia?, Dieter Lust, Investigación y Ciencia Septiembre 2010).
Lüst es un convencido de la teoría de cuerdas, pero un convencido lúcido y honesto, que reconoce su acto de fe en ella. Dice: “Pero, ¿cómo es posible que haya físicos que, sin crítica alguna, renuncien a aplicar el criterio de falsabilidad exigido por Karl Popper a toda la física? ¿Cómo pueden tomar en serio conclusiones a las que sólo se llega mediante el formalismo matemático y nunca a través de la observación de la naturaleza? La respuesta reside, sobre todo en la enorme potencialidad de la teoría”. No puede negarse que si el criterio de aceptación es la enorme potencialidad, la potencialidad de la existencia de Dios como diseñador es todavía mayor. “Sin embargo –continua Lüst– cada vez se alzan más voces críticas. Desde luego, quien no renuncie al principio de falsabilidad de Popper, nunca podrá comulgar con la teoría de cuerdas.
[...] Sin embargo, la teoría carece de toda demostración de la existencia de esos mundos adicionales. Es por ello que sus detractores acusan a la teoría del multiverso de hacer, más que física, metafísica”. Horrible acusación ésta y sobre todo cuando se les hace a los más nihilistas de todos los científicos, que consideran que sólo es real lo que se puede tocar, medir o pesar y desprecian la metafísica como palabrería huera. Pero Lüst continua: “... los físicos han de preguntarse si es lícito hablar de “ciencia” cuando una teoría no hace predicciones unívocas, ni contrastables, ni falsables”.
Como no podía ser de otra manera, una buena parte de la comunidad científica se ha alzado en armas contra todo este tinglado:
“Los ataques más feroces a la teoría de cuerdas se lanzan contra sus afirmaciones indemostrables acerca de un número indeterminado de universos. [...] A este respecto, la comunidad científica se ha dividido en tres corrientes de opinión. Una de ellas rechaza por principio la idea del multiverso. Sus partidarios creen en un único universo real que debe quedar descrito por una única teoría. David Gross, premio Nobel y descubridor de dos de las cinco teorías de cuerdas en 10 dimensiones, dijo una vez: ‘¿La idea del paisaje (el paisaje es como se llama al espacio de los infinitos universos)? ¡La odio! ¡Nunca os rindáis ante ella!’. Otro grupo de físicos acepta que existan varias posibilidades de describir un universo, pero considera dichas reflexiones un mero divertimento matemático. Sus defensores buscan un principio de selección que privilegie a nuestro universo frente a las diversas soluciones de la teoría de cuerdas. [...] Por último, existe un tercer grupo que acepta la idea de una multitud de universos como algo que en realidad existe”.
Es decir, que éstos hacen un acto de fe sin la más mínima base científica ya que, como se ha visto hace unas líneas, “la teoría carece de toda demostración de la existencia de esos mundos adicionales”.
Pero ahí están estos científicos nihilistas, afirmando categóricamente, contra los más básicos principios científicos, es decir, fuera de la ciencia, que HAY infinitos universos, que la “teoría del todo” está a la vuelta de la esquina y que entonces ya no habrá un lugar para Dios. Por otro lado, los científicos serios dicen:
“Parece que debemos concluir que la búsqueda de una ‘teoría del todo’ [...] ha sido demasiado ingenua. Diríase que la teoría de cuerdas predice todo y, como corolario de ello, nada al mismo tiempo”. Y esto es muy importante. Porque, supongamos que un día se descubriesen las ecuaciones de la “teoría del todo”.
¿Querría esto decir que comprenderíamos a Dios? En modo alguno. Unas ecuaciones, en el mejor de los casos, describen un fenómeno, pero no nos lo hacen comprender. Supongamos que unas sencillas ecuaciones diferenciales describiesen a la perfección la trayectoria de una pelota de tenis tras un lob liftado de Nadal que desborda a Federer.
¿Quiere esto decir que comprendemos el juego de Nadal? ¿Nos pondría esto de pie para aplaudir entusiastamente la jugada? No creo que nadie sea lo suficientemente ingenuo para creerlo así. El gran científico Edwin Schrödinger, uno de los padres de la física cuántica nos lo dice:
“La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, [...] A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”.
¿Quién comprende mejor la mente de Dios, las supuestas ecuaciones de la implausible “teoría del todo” o los escritos de los místicos que han llegado a comprender a Dios a través de su Revelación? Si, como decían Pawels y Bergier, cuanto más comprendo más amo, las ecuaciones anteriores no me pueden hacer amar nada, porque no me hacen comprender absolutamente nada. Más aún, ese universo absurdo –nacido por casualidad de la sopa del multiverso–, que ha parido a unos pobres seres con consciencia para darse cuenta de que todo es nada, me parece un universo indigno de ser amado, “un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota” (cf. Shakespeare, Macbeth).
Y quienes lo postulan gratuitamente, unos seres patéticos, dignos de lástima y sólo dignos de ser amados si efectivamente hay un Dios que les ama a pesar de su patetismo. Unos seres que encarnan el acerado verso de Antonio Machado cuando dice:
El hombre es por naturaleza la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo– todo es nada” (cf. Antonio Machado; Proverbios y cantares XVI).
Así pues, hay dos caminos. El primero, hacer que la ciencia deje de ser ciencia para intentar cerrar una puerta a la existencia de un diseñador de este increíble universo y convertirnos en la bestia paradójica de Machado. El segundo aceptar que esta maravilla de universo es una joya de diseño para que sea el hogar a través del cual el hombre pueda descubrir a su creador y darle gracias. Yo, desde luego, desde mi racionalidad, elijo la segunda. Sigo el consejo de Pawels y Bergier cuando en el prólogo de su segundo gran libro, “La rebelión de los brujos”, me dicen:
“Este manual no aspira a una categoría científica. Lo prudente, incluso a escala planetaria, es limitar el propio ámbito. Nuestro ámbito es la poesía. Pero la poesía –como también la ciencia– saca lo que puede de todas partes con el fin de producir un bien mayor. La ciencia busca la verdad, o al menos lo intenta sinceramente. La poesía busca lo maravilloso, o al menos lo intenta con igual sinceridad. Y quizá hay algo de verdad en lo maravilloso. Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre– me dice: “nada maravilloso puede encontrarse en este mundo”, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”.
Naturalmente, el que quiera embotar su mente y cegar su inteligencia en nombre de una ciencia que ha dejado de ser ciencia, que lo haga, pero yo me negaré obstinadamente a prestarle oídos, porque creo que hay mucha verdad en lo maravilloso, y siguiendo el consejo del premio Nobel David Gross, diré: “¿La idea del paisaje de los infinitos universos? ¡La odio! ¡Nunca os rindáis ante ella!”.