¿Cuándo empieza a existir un ser humano?
La pregunta sobre el inicio de la vida humana es antigua y es nueva. El mundo moderno se pone ante ella desde los cambios científicos, filosóficos y culturales de los últimos 200 años. Para dar una respuesta correcta hace falta encontrar caminos capaces de suscitar ese sano acuerdo que surge ante la verdad.
Un nuevo esfuerzo en este sentido acaba de tener lugar en Roma. El proyecto “STOQ” (Science, Theology and the Ontological Quest) patronizó el congreso titulado “Ontogénesis y vida humana”, que tuvo lugar en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum (15-17 de noviembre de 2007).
Sin resumir la experiencia del congreso ni las riquezas de las 21 conferencias, vamos a escoger un hilo conductor para presentar algunas de las ideas ofrecidas.
La pregunta sobre el origen de la vida humana implica comprender qué es vida, cómo inicia una vida, y si exista una especificidad en la vida humana que la haga particular respecto de los demás vivientes. La biología, auxiliada por la bioquímica, ha realizado enormes progresos en este sentido. Continuamente se alcanzan nuevos descubrimientos sobre el mecanismo de la fecundación, en la que se produce un rico diálogo entre el espermatozoide y la parte externa del óvulo maduro, gracias al cual se hace posible la penetración del primero en el segundo.
El resultado del proceso fecundativo es el zigoto, un embrión en su primera etapa vital. Desde ese “momento” (con las dificultades que existen para individuar cuándo termina la fecundación), inicia una serie de profundos cambios orientados a la “búsqueda” de dos metas. Por un lado, la mezcla y progresiva actuación del patrimonio genético paterno y materno, de forma que surja un nuevo ADN capaz de configurar buena parte de lo que será el desarrollo ulterior. Por otro, el inicio del diálogo con el medio ambiente materno (primero en la trompa de Falopio, más adelante en el útero) en vistas a preparar la implantación o anidación.
Es interesante notar cómo el embrión, durante sus primeras fases, gestiona su propio desarrollo en diálogo con el medio ambiente. En diversas conferencias se hizo presente, por ejemplo, cómo ciertos “fallos ambientales” durante el desarrollo inicial conllevan al nacimiento de niños con un peso inferior al normal y, en la edad adulta, a problemas de obesidad, enfermedades circulatorias, o incluso a situaciones de esquizofrenia o de otras enfermedades psicológicas.
La ciencia biológica describe las distintas etapas de desarrollo. Pero es cada vez más percibida la necesidad de una “biofilosofía”. Desde la filosofía será posible definir qué es la vida, qué significa existir según un concreto modo de ser (una naturaleza, según el lenguaje aristotélico-tomista), qué es un individuo, hasta qué punto sea correcto hablar de un salto cualitativo que separe al ser humano de las demás formas vivientes, por qué un embrión no es un simple conglomerado de células ni parte del seno materno en el que se encuentra durante las primeras fases de desarrollo.
La metafísica y la antropología filosófica permiten alcanzar una conclusión sumamente importante: desde la concepción inicia la existencia de un individuo viviente, organizado (a un nivel unicelular, luego según estructuras cada vez más complejas), perteneciente a la especie humana, que se desarrolla de modo gradual sin que ninguna fase implique un cambio radical en cuanto a su identidad específica.
En otras palabras, el ser humano recorre su existencia terrera sin saltos. No fuimos al inicio un objeto no muy identificable y luego dejamos de ser “eso” para empezar a ser otra “cosa”, y luego, finalmente, para convertirnos en seres humanos. El momento inicial preparó lo que llegaría a ser una vida más desarrollada, capaz de alcanzar, si el desarrollo no sufre graves accidentes, la madurez en la que son posibles los actos superiores del hombre: actos de inteligencia, actos de voluntad.
La crisis filosófica originada desde el nominalismo y, más en concreto, desde Descartes, ha puesto en entredicho la visión clásica del hombre como un ser unitario y espiritual, y ha llevado al desarrollo de dos teorías diametralmente opuestas. Un nutrido grupo de autores defienden una visión mecanicista según la cual sólo es objeto de ciencia lo que tiene extensión y movimiento, lo observable empíricamente. Otros autores, en cambio, llegan a un extraño dualismo al ver sólo la presencia de lo espiritual o de algo específicamente humano allí donde se produzcan actos típicos de un adulto, por lo que niegan la condición plenamente humana de quienes viven en la frase prenatal (como también la niegan a los niños recién nacidos, a ciertos enfermos mentales o a personas en estado vegetativo persistente).
Tal crisis influyó en el derecho occidental hasta cristalizar en el positivismo jurídico, desde el cual se elaboraron leyes incapaces de reconocer el verdadero estatuto humano del embrión (incluso incapaces de fundamentar la validez de los derechos humanos para todos).
A pesar de la crisis del derecho, que ha llevado a injusticias tan graves como la del aborto o la destrucción de embriones en los laboratorios, es un signo de esperanza constatar que ninguna legislación europea haya declarado que el embrión sea una “cosa” o un “bien” no personal, aunque luego muchas normativas concretas tratan al embrión como objeto y no defienden así su derecho primario a la vida. Igualmente interesante es la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos humanos, que implica defender la igualdad de cada ser humano por encima de discriminaciones arbitrarias.
Los progresos de la biología contemporánea y una correcta reflexión filosófica, bioética y jurídica sobre el embrión en sus primeras fases de desarrollo, podrían abrir el horizonte a un paso semejante en profundidad y en progreso humano al que se dio cuando, tras siglos de mentiras, fue abolida la esclavitud: el reconocimiento de que todo embrión, en cuanto ser humano, no puede ser discriminado, ni destruido, ni obstaculizado en su desarrollo, en función del respeto a su derecho intrínseco a la vida.
Un paso ulterior, que va más allá del ámbito de lo aceptable por todos en las sociedades secularizadas, llega de la teología, que también se hizo presente durante el congreso “Ontogénesis y vida humana”. El inicio de cada vida humana no es sólo un evento biológico, circunscrito al tiempo y sometido a las leyes físicas y sociológicas. Es, sobre todo, el resultado de una llamada desde el Amor eterno de Dios, que ve en cada nueva vida humana una “imagen y semejanza” de la misma naturaleza divina.
En esta perspectiva religiosa, que encuentra una expresión inigualable en el cristianismo, el inicio de cada existencia humana es posible desde la Paternidad divina. Lo cual permite descubrir la común fraternidad humana y la necesidad de una profunda justicia que desemboque en el amor. El amor es, en definitiva, la actitud más adecuada y profunda a adoptar ante cada embrión, ante quien empieza a existir en el tiempo, mientras avanza día a día, hacia el encuentro eterno con el Padre de los cielos.