Mientras el agnóstico es indiferente a cualquier expresión religiosa, el ateo es rabiosamente hostil a ellas. En España, aunque hoy se esconda bajo la aparente liberalidad del término «laicista», no es menos agresivo y airado que en otras épocas o lugares. Para el ateo, la religión es, primero, la causa pasada que explica los males de una sociedad, desde el atraso educativo al maltrato doméstico; segundo, la cree un tipo de engaño, individual o social, pero un camelo en cualquier caso, y tercero, el ateo o cristófobo –que vienen a ser lo mismo– considera la religión un freno para las posibilidades reales de un país.
Eso le lleva, primero, a destruir el pasado histórico tradicional religioso; segundo, a eliminar de la educación y la cultura las expresiones religiosas, y tercero, a expulsar al cristianismo de la vida pública. Es lo que se propaga desde determinadas élites progresistas: ubicadas en medios de comunicación, cátedras, rectorados o productoras televisivas, caricaturizan, deforman y criminalizan a la Iglesia, los curas, los creyentes.
Discurso del odio, de la inquina y de la rabia, que tiene su continuación en la calle: ¿hay algo más lógico que asaltar capillas o atacar iglesias si, a fin de cuentas, representan el atraso, la oscuridad y la represión?
Los creyentes tienen una ventaja que no deben desaprovechar: el ateísmo en España, por muy agresivo y poderoso que sea en partidos políticos y medios de comunicación, es una minúscula minoría ante los millones de creyentes practicantes, muchos más que no lo son, y muchísimos más que se identifican con una cultura y una tradición, que siente suya.
Por eso su gran baza en esta ofensiva contra ellos es hacer visible el carácter cristiano de la nación española, el apego a sus costumbres religiosas y su voluntad de seguir siendo como lo han sido sus antepasados durante siglos.