Hace poco tuve el gusto de coincidir con uno de esos señores de los que aprendí mucho cuando era joven. Dado que los años han ido dejando su huella en los dos, resultaron evidentes los cambios en las carrocerías; sin embargo, gracias a Dios, he podido comprobar que hay personas quienes, al igual que los buenos vinos, mejoran con el tiempo. Don Ignacio Campero sigue siendo ese “señorón” al que he admirado por años.
El pensar ahora en él, me lleva de la mano a considerar la deuda que tengo con mucha gente. Me resulta imposible saber de quiénes he aprendido, e incluso, lo que he aprendido. Son demasiadas los días que componen mis años, y en cada uno de ellos se han acumulado un sinnúmero de experiencias y lecciones grandes y pequeñas, pero todas ellas valiosas.
Ayer, cuando salía del templo Padre Nuestro, me detuve a conversar con una señora quien, sentada en un columpio, tenía sobre su regazo a un nietecito de seis meses, el cual se dedicaba a observar todo con mucha atención; y es que ese es el negocio de los recién nacidos: enterarse de cómo funciona el mundo a su alrededor. Con sus grandes ojos oscuros miraba y miraba. No cabe duda que el proceso de aprendizaje es maravilloso. Poder distinguir entre lo que son sonidos y sensaciones en la piel; diferenciar entre lo que entra por los ojos y lo que captamos por el olfato. Y luego tener la capacidad para ubicar la voz de los humanos diferenciándola del incontable mundo de ruidos producidos por máquinas y aparatos eléctricos.
Todos nos mantenemos aprendiendo sin cesar a lo largo de nuestro paso por este mundo, y qué importante es que sepamos mantener el interés para que así sea, pues corremos el peligro de desperdiciar esos cofres llenos de experiencias, como joyas, que sirven para enriquecer y adornar nuestras vidas.
De hecho en cada contacto con los demás podemos hacer crecer nuestro acervo de conocimientos y habilidades. Esas experiencias deberán servirnos para madurar poco a poco a fin de alcanzar el mayor grado de madurez posible y, con ello, tener la solidez en que podamos apoyar nuestras crecientes responsabilidades y así estar en condiciones de hacer frente a las dificultades que se presentan en la vida de todo ser humano.
Pero la soberbia trata de convencernos que no necesitamos que nos digan cómo hacer lo que hacemos. Ya no soy un niño y no necesito que me den lecciones. ¡Pobres niñotes autosuficientes! Muchas veces, cuando escuchamos un consejo o una reprensión, nos molestamos en vez de agradecerlos y con esa actitud lo que conseguimos es irnos quedando solos. Vivir aprendiendo es una forma maravillosa de gastar la vida, pues con esa actitud podemos aprender a servir.