La del Papa no es una elección cualquiera. El ceremonial y los participantes en el Cónclave
Después de la comida, unas horas antes del cónclave, Karol Wojtyla partió en coche con un amigo hacia el Santuario de la "Madonna delle Grazzie ", a 40 kms. de Roma, entre Palestrina y Tívoli. Es natural que, regido por una congregación religiosa polaca, dicho santuario tenga lazos que lo unen con su tierra natal, Polonia. De regreso a Roma, el auto se descompuso. Había que pedir "aventón " si quena llegar a tiempo al cónclave. Cándido Nardi, conductor de un autobús que regresaba vacío de un viaje a la campiña romana, recogió al personaje de clergyman, y Karol Wojtyla llegó a tiempo a la Capilla Sixtina. Entró el último. Le esperaban ya ciento diez cardenales... y el Espíritu Santo. Cándido Nardi, días después, no daba crédito a sus ojos cuando, al mirar en la televisión al que él creía un sacerdote, ahora lo veía con la sotana blanca de Papa.
Juan Pablo II, el sucesor 264 de San Pedro, no fue elegido como lo fuera el primer Vicario de Cristo, ni como el Papa Lino, Clemente... ni siquiera como los primeros cincuenta Papas. En su elección se siguió un proceso perfectamente marcado por la Constitución apostólica Romano Pontifici Eligen-do (1 de octubre de 1975), de Pablo VI.
Los medios de comunicación social han hecho un misterio de las elecciones de los Papas. Días antes del cónclave, los periódicos elaboraban múltiples hipótesis, lanzaban nombres y preparaban biografías a toda prisa. Pero la lógica de Dios no coincidió con la de los hombres. La elección de Juan Pablo II nos tomó a todos por sorpresa. "Si alguno de ustedes no había previsto esta conclusión, no nos haga demasiado caso ", dijo el cardenal Jhon Krol, arzobispo de Filadelfia, a los periodistas de Roma: "No han sido solamente ustedes ".
¿Qué pasó dentro de la Capilla Sixtina durante las cuarenta y ocho horas que duró el aislamiento de los cardenales? Posiblemente no lo sepamos nunca. El secreto sigue estando vigente y tiene su razón de ser. Aunque a lo largo de la historia no han dejado de intervenir elementos externos a los cónclaves, (por ejemplo, en los siglos X y XI, durante la época de hierro de la Iglesia, o la injerencia de las potencias extranjeras en el Renacimiento), sin embargo, éstos se han desarrollado dentro de los límites impuestos por las normas vigentes en cada uno de los momentos históricos.
El modo de elegir a los Pontífices ha sufrido a lo largo de los tiempos cambios profundos.
En los primeros siglos el Papa era elegido por el clero y por la comunidad de Roma, con la presencia de los obispos más cercanos. La elección se realizaba a la luz pública, en las iglesias o en los lugares de culto. Pero pronto comenzaron las intromisiones e intrigas de los emperadores, de sus representantes o de los partidos del Senado de la Ciudad, de tal manera que la participación del pueblo se redujo casi a la nada. Por este motivo, en el año 1059, Nicolás II determinó que la elección fuera hecha sólo por los cardenales. Alejandro III, en 1179, añadió que, para que fuera válida la elección, se necesitaban las dos terceras partes de los votantes.
A fin de que la elección no durara demasiado y la Iglesia no quedara durante un tiempo muy prolongado sin el gobierno de su supremo pastor, Gregorio X introdujo la costumbre de los cónclaves (cónclave es palabra derivada de la expresión latina cum clavi, es decir, encerrados con llave), que consistía en el aislamiento total de los cardenales y además con restricción de los alimentos. Este procedimiento se implantó en 1274, y pretendía acabar con todo tipo de injerencias externas, a pesar de que no se logró eliminarlas del todo hasta prácticamente bien entrado este siglo. Desde 1274, el cónclave experimentó diversas modificaciones, pero en todas ha permanecido vigente lo esencial: la clausura de los cardenales. Se ha intentado eliminarla, pero incluso Pablo VI, al actualizar su normativa con la Constitución Romano Pontifici Eligendo, la mantuvo. En efecto, esta Constitución regula minuciosamente las normas desde el momento de la muerte del Pontífice hasta la elección del nuevo.
Y siguen siendo los cardenales, a excepción de los que ya han cumplido 80 años, los únicos que tienen voto, sin poder pasar su número de los ciento veinte. Continúa pues, tajante la norma de excluir "la intervención de cualquiera otra dignidad eclesiástica o injerencia laica de cualquier grado u orden. "
¡FUERA TODOS!
Quince o veinte días después de la muerte del Papa, todos los cardenales convocados con derecho a voto, a no ser que se lo impida una enfermedad o un grave impedimento, deben reunirse para dar inicio al cónclave.
La elección debe hacerse en el palacio vaticano o, por razones particulares, en otro lugar previa y convenientemente cerrado. La Capilla Sixtina ha sido durante los últimos años el lugar tradicional de la elección del nuevo Papa.
Al cónclave, además de los cardenales, pueden entrar otras personas que están rigurosamente determinadas por la Constitución, pero con una precisa función: algunos religiosos sacerdotes con la tarea de confesar; dos médicos, un cirujano, el arquitecto del cónclave, el comandante de la Guardia Suiza y otras personas aprobadas explícitamente por la mayoría de los cardenales. Todas estas personas deben hacer un juramento de mantener el secreto inviolable de todo lo referente al cónclave y a la elección del nuevo Pontífice. El que lo quebrante está sujeto a la pena de excomunión "reservada especialmente a la Sede apostólica ".
El cónclave inicia con una concelebración pública de la Santa Misa. Después de la cual, los cardenales y todos los participantes entran en el lugar donde se realizará la elección del nuevo Papa, la Capilla Sixtina. En ese momento, el maestro de ceremonias pronuncia el Extra omnes! ( "Fuera todos " cuantos no tienen nada que ver con el cónclave), mientras la Guardia Suiza sella las puertas de entrada. Acto seguido, todos los cardenales y el personal auxiliar hacen un juramento de mantener en secreto todo cuanto tenga relación con el cónclave, y de proceder a la elección del nuevo pontífice con plena libertad.
Terminada esta primera ceremonia, cada uno de los cardenales se dirige a su celda o habitación, a excepción del cardenal camarlengo, tres cardenales asistentes, el maestro de ceremonias, el arquitecto del lugar y dos técnicos expertos. Estos deben revisar el lugar del cónclave, incluso con aparatos electrónicos, para detectar eventuales micrófonos, transistores, video-tapes, grabadoras, radiotransmisores, teléfonos, y todo cuanto pueda violar el secreto y la clausura del cónclave. El mismo cardenal camarlengo, con sus asistentes, revisará cuidadosa y frecuentemente los diversos lugares, además de censurar toda la correspondencia de entrada y de salida, para que "de ninguna manera se viole la clausura del cónclave ".
A la mañana siguiente del "encierro ", después de la concelebración y de la invocación del Espíritu Santo, se procede a la elección, que puede efectuarse de tres formas diversas:
1. Por aclamación o por inspiración: consiste en la proclamación de un candidato de forma unánime, libre, espontánea y a viva voz. Si, por ejemplo, se levanta uno de los cardenales y, sin que previamente haya habido ningún trato acerca de la personalidad que debe elegirse, propone un nombre, y todos los demás cardenales, "sin excluir ninguno ", están de acuerdo y pronuncian de modo inteligible la palabra "elijo ", el así proclamado sería el Papa canónicamente elegido.
2. Por compromiso: cuando los cardenales encomiendan a un grupo de ellos la facultad de elegir. Este número debe componerse de un mínimo de nueve y un máximo de quince. Estos se han de retirar a un lugar apartado y cerrado para poder deliberar con mayor libertad.
3. Por votación: es la forma más común y son necesarias las dos terceras partes de los votos más uno para que la elección sea válida.
¿De cuál de estas tres formas fue elegido Juan Pablo II? La obligación del secreto y de la discreción, bajo pena de excomunión, sólo permiten una reconstrucción hipotética. Ahora bien, el hecho de que Albino Luciani saliera elegido en la tarde del primer día después de cuatro turnos de votaciones, y que Karol Wojtyla requiriese de dos días -es decir, de 8 votaciones- hace suponer que no fue por aclamación. Testigos oculares afirman que se podía percibir en el rostro de los cardenales el desarrollo de los últimos dos cónclaves: mientras en agosto, tras la elección de Juan Pablo I, habían salido radiantes de alegría; en octubre, después de la de Wojtyla, estaban serios y tensos.
La votación se hace por medio de papeletas que se entregan a cada cardenal en cada una de las votaciones. Cada elector, después de haber escrito con toda claridad un solo nombre en la papeleta, la dobla y, sosteniéndola en la mano de manera bien visible, se acerca al altar donde se encuentra la urna. Después de orar brevemente, pronuncia el siguiente juramento: "Pongo como testigo a Cristo Señor, que me ha de juzgar, que he dado mi voto a aquel que, según Dios, creo que debe ser elegido ". Acto seguido, deposita la papeleta en la urna. Una vez que todos los cardenales han depositado su voto, incluidos los enfermos (para quienes también existen unas normas muy precisas que mantienen el mismo riguroso secreto), se hace el recuento de votos, y si el número de los mismos no corresponde al número de los votantes, la votación es nula, y se queman las papeletas.
Si el recuento es correcto, se procede entonces a la lectura de las papeletas de la siguiente manera: un cardenal observa el nombre escrito en la papeleta, se la pasa a un segundo y éste a un tercero, que es el que lee públicamente el nombre a todos los cardenales. Las papeletas se van ensartando en un hilo, y ahí se conservan hasta el final. Una vez que se ha procedido válidamente a la elección, las papeletas se queman en el mismo lugar donde se realiza la elección y en presencia de todos los cardenales.
Para guardar un mayor secreto, antes se quemaba también todo lo que se hubiera escrito durante la elección. Juan XXIII, sin embargo, decretó que se quemasen sólo las papeletas, y que el cardenal camarlengo hiciera una relación sobre los escrutinios de los votos que se habría de conservar, junto a los demás escritos de los cardenales, en los Archivos Secretos del Vaticano. Este material, como es fácil de suponer, constituye una riquísima fuente para los historiadores.
En caso de que pasaran tres días sin resultado positivo, debe hacerse una pausa de un día para que los cardenales reflexionen y oren, ayudados por la exhortación espiritual de un cardenal previamente designado. Después de la primera votación se hace inmediatamente otra segunda, siguiendo la misma modalidad que con la primera, pero sin contar los votos obtenidos en esa primera votación.
Si después de otras siete votaciones no se ha llegado a la elección, el cardenal camarlengo consultará a los electores sobre el modo de llevar adelante la elección, que puede ser por compromiso o por mayoría más uno, o por la elección de uno de los dos que hayan obtenido mayor número de votos en la anterior votación.
No es necesario que el elegido sea cardenal; puede ser elegida también una persona que ni siquiera esté investida del orden episcopal. En este caso, y dado que no se encontraría en el cónclave, se le convocará inmediatamente al cónclave, se procederá inmediatamente a su ordenación episcopal, y solamente después de haber sido ordenado obispo, puede darse la noticia al pueblo cristiano.
Una vez que ha sido elegido canónicamente el nuevo Pontífice, se le pide su consentimiento con las siguientes palabras:
"¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice? " Días después de la elección de Karol Wojtyla, el cardenal Ratzinger comentaba: «¡Temíamos que dijera: "es superior a mis fuerzas "!» El mismo Juan Pablo II expresó su estado de ánimo al dirigirse por primera vez a la multitud: "Tengo miedo de aceptar este encargo ".
Si el elegido asiente, se le pregunta: "¿Cómo quiere ser llamado? " La costumbre de cambiar el nombre se remonta, ciertamente a San Pedro, que tenía el de Simón; pero más explícitamente a Juan II en el año 532: su nombre de pila, Mercurio, parecía demasiado pagano para un Papa. Desde entonces el número de nombres con los que se han "rebautizado " los Papas ha llegado a 70.
Concluido este proceso, los cardenales se le acercan para presentarle su "respeto y obediencia ". Mientras tanto, fuera de la clausura reina la expectación. Conforme a las horas convenidas (10 de la mañana, 6 de la tarde), la multitud se ha congregado en la Plaza de San Pedro. La tradición ha hecho famosa la fumata o humareda que anuncia el resultado del cónclave. Si la votación fue nula, a las papeletas de la votación se añade paja húmeda, de cuya combustión resulta el humo negro que sale por la chimenea colocada en el tejado de la Capilla Sixtina. Si la elección se consumó, sólo se queman las papeletas, y de la estufa brotará un humo blanco que anunciará la elección del nuevo Papa.
Minutos después, el primer cardenal del orden de los diáconos, desde el balcón central (llamado logia) de San Pedro, anuncia oficialmente al pueblo el nombre del nuevo Pontífice. En el segundo cónclave de 1978, esta labor le tocó al cardenal Felici:
Annuntio vobis gaudium magnum. Habemus Papam... Los teletipos, las ondas de radio y de televisión de todo el mundo repitieron como un eco prolongado el nombre de Wojtyla. Eran las 18:43 del 16 de octubre de 1978.
¿Qué hace el nuevo Papa mientras tanto? ¿Esperar? No sólo. El sastre ha de improvisar rápidamente una nueva sotana blanca, se debe probar los zapatos color guinda, ha de elegir el emblema de su escudo pontifico... y pensar en las primeras palabras que dirigirá como Papa a la muchedumbre expectante de la Plaza de San Pedro y del mundo católico. Todo, en los 30 o 45 minutos previos a su aparición para impartir la bendición Urbi et Orbi. Sia lodato Gesú Cristo (alabado sea Jesucristo) fueron las primeras palabras de Juan Pablo II que rebotaron por todos los muros del mundo, llenas de emoción, sí, pero con un fuerte y vigoroso timbre de voz.
Como se ve, la elección de un Papa tiene un fuerte componente democrático. Pero, al ser la Iglesia una institución de carácter sobrenatural, la responsabilidad en último término recae, nada más y nada menos, sobre el mismo Espíritu Santo.