Nuestra sociedad no hubiera sido la misma sin las chicas de servicio. Pocos países como España han disfrutado de esta ayuda en los hogares y han convertido a sus protagonistas en prolongación casi natural de la familia. Las cosas han cambiado, lo sé. Hoy el servicio doméstico es un lujo que cuesta mantener casi con la totalidad del sueldo de uno de los miembros del matrimonio. Lujo del que muchos hogares se han visto obligados a prescindir por culpa de la crisis. Además, aquellos rostros otrora de provincias y provistos de la sabiduría natural del pueblo se han transmutado por los rasgos ecuatoriales y orientales de algunas mujeres que han llegado desde el otro lado del globo o desde los países fríos del Norte, mujeres valientes, sin duda, pero con las que cuesta forjar aquellos mismos lazos de lealtad.
Quien menos, guarda en la memoria de su familia un sinfín de anécdotas relacionadas con aquella chica que llegó de una aldea de la serranía de Córdoba, de la costa de Guipúzcoa o de las dehesas extremeñas y que, con el tiempo, se ganó el cariño de todos, especialmente de los niños que crecieron a la par que la mujer trajinaba por la casa o guisaba. Mi memoria -no iba a ser menos- conserva numerosos recuerdos que protagonizaron aquellas señoras de no mucha cultura académica pero doctoradas en la ciencia de la vida, pues desde niñas se pelearon al frente de los quehaceres de un hogar distinto al suyo, sin dejar de suspirar por lo mucho bueno que habían dejado en el pueblo.
Paquita, sin ir más lejos, llegó al Madrid de la transición sin saber cómo era una aspiradora o por cuál de las dos bocas redondeadas había que hablarle al teléfono. Sus primeros días en casa estuvieron repletos de confusiones y sorpresas que aún hoy hacen las delicias de nuestras reuniones de hermanos. Y, como muchas, se marchó elegantemente vestida de novia rumbo a la parroquia, en donde contrajo nupcias con un zagal al que conoció en el parque en el que los pequeños jugábamos durante las tardes de la primavera. Cuando el sacerdote rogó a los novios y padrinos –recién llegados a la capital para la ceremonia- que se sentaran para dar comienzo a las Lecturas, Paquita y compañía tomaron asiento en los reclinatorios, dando la espalda al presbiterio y saludando al público en un gesto repleto de candidez.
Si eran muchas las que se marchaban para formar su propio hogar, otras se quedaban para siempre. Con los años, incluso remataban las esquelas de sus jefes bajo un precioso adjetivo antes de su nombre en letras de molde, que lo resume todo: “la fiel…” Muchas acumulaban más de cinco decenios junto a la misma familia, con la que habían compartido toda suerte de alegrías, dolores y tristezas. Ese fue el caso de Rosario, la cocinera de mis abuelos, a la que incluso festejamos en su ochenta cumpleaños. Tenía un genio endemoniado que le convirtió en la auténtica autoridad de aquella casa. Cuando se levantaba con el pie izquierdo, capaz era de no dejar pasar a las visitas. Todo lo contrario a Julita, mujer que trabajó con mis otros abuelos y a la que acompañaba una dulzura un tanto impostada. Durante un tiempo, cuando se dirigía a mi abuela la distinguía con el término “mademoiselle”; lo había escuchado a una cuidadora francesa y le parecía un modismo repleto de elegancia.
Hay familias que, incluso, ofrecieron un hueco en el panteón familiar a las chicas de servicio que envejecieron y murieron en casa. O les otorgaron un tanto de la herencia, como si se tratase de otra hija o una hermana más. O se encargaron de la manutención y los estudios de los hijos y sobrinos de esas mujeres, a las que sólo les faltaba que les corriera la misma sangre por las venas. Soy consciente de que hubo historias distintas y tristes, de maltrato, de una superioridad mal entendida. Parece que son la excepción que confirma una regla: que hemos nacido para ampliar los lazos de cariño que nos ligan a los demás, especialmente a aquellos que se dedican a atendernos.