De hecho la castidad consiste en la integración del apetito sexual en el conjunto de los bienes humanos. Es decir, considerar el sexo como un bien, pero articulado, formando parte de la integridad de bienes personales, con un orden y finalidad determinados. El problema es que esto no es sencillo, y que el planteamiento mismo es muy “racional” o “razonable”, mientras que nuestras tendencias y el ambiente en el que vivimos no lo son, y nos llaman con un apremio y una fuerza que opacan o subyugan nuestra dimensión intelectual. Las pasiones se desatan de forma automática y vivimos en un mundo que continuamente las interpela, intentando despertarlas para producir un comportamiento determinado en nosotros.
Es un hecho que es así, y por lo tanto no es fácil, pero ahí precisamente radica su atractivo. El no dejarnos dominar por unas pautas preestablecidas, el rehusar a ser tratados como uno más de la masa, la capacidad de ejercer un esfuerzo grande por algo que vale la pena, como es la dignidad personal y el valor del cuerpo y del sexo: todo ello nos invita a vivir la castidad, que se muestra como paradigma de la virtud anticonformista de aquellos que miran con ojos críticos y deseos de autenticidad la realidad que les rodea. El flojo, el mediocre, el pasivo, aquellos que pactan con su pequeñez o se escudan en que “todos lo hacen” y es “lo normal”, en definitiva todo aquel que rechace el esfuerzo por un ideal grande, no lo comprenderán, le sacarán la vuelta o sencillamente se excusarán de participar en el certamen.
¿Qué certamen? Hay que decirlo claramente: el esfuerzo por vivir la castidad supone una lucha constante, un esfuerzo continuado por superarse a sí mismo y no resignarse a quedar sometido a la fuerza del instinto o la presión del ambiente. En definitiva, se trata de una conquista ardua. Los que tenemos una formación cristiana sabemos además que se trata de un don, no basta la voluntad, se precisa la gracia. También sabemos que el desorden interior que experimentamos, esa ruptura interior y falta de armonía entre nuestras facultades es fruto del pecado: luchar por ser fieles a Dios en nuestra vida cotidiana contribuye a restaurar la unidad perdida, la armonía y con ella la paz; pero una paz que es fruto de la lucha, incompatible con la cobardía o la indiferencia y resignación con un estado de cosas; en el fondosabemos que tenemos responsabilidad de cambiar.
Por tratarse de una lucha continua –no es cuestión de edades, aunque en algunas la vehemencia de las pasiones sea mayor- no hay que desfondarse por perder alguna batalla; no hay que extrañarse como si sucediera algo extraordinario. Lo trágico sería abdicar de la lucha, resignarse con la derrota; quien ha perdido una escaramuza no ha perdido la guerra. El que persevera, el que progresivamente aprende, el que no se desanima y va sacando experiencia, el que después de cada tropiezo práctico se levanta con rapidez y fuerza, vencerá. Una derrota ocasional no tiene excesiva importancia si en lugar de ser la excusa para aflojar en el esfuerzo o abandonarlo incluso, es ocasión de afinar y perfilar la lucha.
Se trata de un asunto de estrategia: ante un tropezón o un bache, crecemos en conocimiento propio, en humildad y por lo tanto en prudencia; aprendemos a no jugar con el fuego ni manosear la propia debilidad, nos conocemos a nosotros mismos y cómo nos afecta el ambiente, aprendemos a puntualizar más en nuestro empeño por mantener y cuidar la castidad, y ese esfuerzo nos proporciona la medida del valor tan grande que tiene. La clave de la lucha por alcanzar la castidad es tener espíritu deportivo: el fracaso no es respuesta, se precisa un empeño constante por mejorar “la propia marca”, es decir, la lucha es dentro de nosotros mismos; si una vez no sale, saldrá la siguiente, hasta que superemos “nuestro propio record”. Para vivir la castidad es necesario comenzar y recomenzar las veces que haga falta, siendo inasequibles al desaliento, que a veces se podrá insinuar, acaso al palpar la aparente esterilidad de los propios esfuerzos: no hay tal, no hay que permitir que la duda o la vacilación nos subyuguen.
En consecuencia, ¿qué hace falta para vivir la castidad? Querer. Previo al querer, convencernos de que vale la pena el esfuerzo y de que es posible. Conocernos, sabiendo que ese conocimiento nunca puede darse por terminado: cada persona, situación social y época de la vida son diferentes. Lo que para unos es obstáculo, para otros no, una realidad que en un determinado momento de la vida nos resulta sencilla, en otro se nos puede antojar insalvable: el cansancio, las tensiones, las circunstancias ambientales juegan un papel particular en cada momento de la vida. ¿Por qué es tan importante esta virtud y su lucha tan puntual? Porque es condición indispensable para amar, entendido el amor como donación, entrega, sacrificio, capacidad de salir del propio yo; es condición de felicidad. Cuando el amor y la felicidad se entienden en clave egoísta, como afirmación del propio yo, la castidad no se comprende.