Hay que reconocerlo, la virtud de la castidad no goza actualmente de buena cartelera. Es necesario hacerle el marketing adecuado para mostrar tanto su atractivo, como su viabilidad, en una época en la que se considera prácticamente un milagro. ¿Por dónde comenzar?, ¿cómo hacer el planteamiento adecuado? El primer paso probablemente sea mostrar su aspecto positivo: es afirmación, suma, ganancia. No resulta sencillo: estamos acostumbrados a los “noes”, a las prohibiciones, a preguntarnos si se puede o no se puede, hasta que punto se puede y si algo es o no pecado: adolecemos de una moral de mínimos, que por decender a casuísticas enfadosas se vuelve odiosa.
La castidad es en primer lugar “una afirmación gozosa”, un triunfo de la dignidad humana, de lo más propiamente personal que hay en nosotros, una organización racional con miras a la trascendencia de nuestra dimensión animal. Más que subrayar el “no”, primero debemos mirar el “sí” que otorga el sentido al “no”. Contra lo que pudiera pensarse, por considerar la preocupación por el tema como manifestación clara de mojigatería, fruto de una conciencia escrupulosa y pudibunda, la castidad custodia el altísimo valor del sexo y todo lo que ello lleva hermanado: la dignidad del cuerpo y por ende de la persona en su integridad. La pureza no es fruto de rechazar el cuerpo y sus goces como malos, sino todo lo contrario, de exaltar su altísima dimensión espiritual, cultural y afectiva que la coloca en las antípodas del ejercicio sexual propio de los animales.
Es interesante abundar en este punto. Algunas veces, los ideólogos del liberalismo sexual consideran anticuada la relación de la moral con el sexo precisamente por desmarcarse de la sexualidad animal. Los animales tienen sexo en una época determinada, la de celo, y con el claro fin de procrear. El hombre con su racionalidad se sitúa encima de esa perspectiva: convierte el sexo en arte, en una realidad cultural refinada, lo independiza del oneroso peso de la concepción y extrae de él únicamente su capacidad de gozar, prácticamente en cualquier momento. Sería precisamente esto una clara manifestación de la “humanización sexual”.
Lo anterior suena estupendo, pero algunos indicadores parecen indicar que la realidad va por otros derroteros, y más que una humanización sexual lo que produce es una “sexualización humana”, que implica un claro empobrecimiento personal, por avocarse desordenadamente la persona a una sola de sus dimensiones, y no la más importante. Esto es patente, entre otras realidades, en la adicción a la pornografía, o en el sentimiento de impotencia y culpabilidad que se experimenta al sostener determinadas relaciones que quisieran evitarse: el individuo afectado siente sencillamente que no puede evitarlo, detestándose muchas veces a sí mismo por ello, por ejemplo en la infidelidad matrimonial. Más que ennoblecer, culturizar o mostrar el paradigma de la racionalidad, el sexo descontrolado conduce al aislamiento humano, a la falta de respeto por uno mismo y los demás, al egoísmo y a conductas irracionales, obsesivas, carentes de libertad. Hay que reconocerlo: se trata de una penosa e inconfesada adicción, fuente además de una cantidad enorme de ingresos para las personas que lucran con la dignidad humana.
Pero, ¿qué podemos hacer? Si no queremos salir del mundo y darle la espalda, ¿existe alguna salida? O estamos todos condenados a esta penosa adicción, ¿tenemos que resignarnos? Es necesario afirmar, y ahí comienza el atractivo de la castidad, que es preciso ser rebeldes. Tenemos que rebelarnos frente a un estado de cosas que pretende tratarnos como objetos de consumo, arrebatándonos dignidad y sentido existencial a un tiempo.
No se precisa huir del mundo, tampoco tenerle miedo. Vivimos permanentemente conectados a la red, a un clic de cualquier género de contenidos. En consecuencia, es urgente aprender a vivir la castidad ahí. Ese aprendizaje encierra además una grandísima posibilidad de crecimiento personal, a la par que de influir positivamente en y desde estos medios. Se requiere una mayor atención y cercanía en el uso de los instrumentos tecnológicos, despojada de cualquier rezago de ingenuidad, consciente de la grandísima debilidad humana en estos temas. Es necesario hablar, explicar desde la más tierna infancia a ejercer una función crítica –positiva y negativa- de los medios de comunicación. Hay que educar la voluntad también, para que sepa hacer uso de ellos en el tiempo y de las formas adecuadas: que no pierdan su carácter de medios y de instrumentos; que no nos dominen a nosotros, sino nosotros a ellos. Fortaleza, orden, sobriedad y templanza en su uso son imprescindibles. No se trata de ir en contra de ellos, sino todo lo contrario, de crecer nosotros para ser capaces de utilizarlos bien, es decir, con el sentido adecuado, a nuestro servicio y el de la sociedad. Se trata en definitiva de crear las bases necesarias para asentar el señorío del hombre sobre la técnica.