Uno de los temas tabúes de nuestro tiempo es la castidad: se habla y se predica escasamente de ella, tal vez por considerarla poco menos que imposible. No es que sea un “antivalor”, pero ni siquiera es considerada como algo deseable. Efectivamente, a partir de la revolución sexual la felicidad del hombre estribaría en gran medida en el goce sexual desvinculado de cualquier contexto que pretenda darle sentido. Por ello hablar de castidad además de incómodo suena a ingenuo, cuando no retrógrado: opuesto al sentido que ha tomado el desarrollo humano y el modo como el hombre entiende la vida.
Desde una perspectiva historicista, lo que antes se consideraba como un valor –por ejemplo llegar virgen al matrimonio- ahora carecería de sentido. La cultura actual hace donaire de la sexualidad valorándose su exhibición, ejercicio y goce como modelo de vida plena. El baricentro de la ética habría variado, y el péndulo de las costumbres humanas nos llevaría a considerar la sexualidad como valor absoluto. En este contexto la libertad en el ejercicio de dicha capacidad consiste en la ausencia de toda norma orientadora que pretenda darle sentido. Cualquier intento al respecto se interpretaría como una opresión a su libre manifestación, y por lo tanto un obstáculo a la realización y a la plenitud humana –reducida al ejercicio sexual- que se habría de eliminar.
Una manifestación cultural de este pansexualismo es centrar muchas veces la discusión sobre los derechos humanos en el ejercicio de la sexualidad. Definir a las personas, sus roles sociales y su papel por una determinada forma de ejercer el sexo. Así los “derechos de género” adquieren carta de ciudadanía, se define a ciertos grupos de personas por su orientación sexual: homosexuales, bisexuales, transexuales, heterosexuales; se transforman determinadas instituciones sociales, como la familia, en función de una conducta sexual determinada, se prescinde de otras instituciones que puedan frenar el libre ejercicio sexual, como sería el matrimonio y un largo etc.
Todo lo anterior nos muestra, a mi juicio, dos conclusiones: se ha desorbitado, ha salido de madre, la sexualidad misma, tomando un protagonismo y preponderancia que no le competen, o que si le competen –como de hecho sucede- ello implica un empobrecimiento del factor humano, que incluye muchos otros elementos, bastantes de ellos más importantes que la sexualidad y que a la vez le confieren sentido. En segundo término, y como consecuencia lógica: se ha oscurecido su auténtico sentido, al tiempo que se empobrece la comprensión del hombre, de su rol en la vida y de las instituciones que le han permitido humanizar la convivencia. ¿La raíz de todo lo anterior? Es difícil decirlo con precisión, pero mucho se debe a devaluar lo que significa ser persona y el consiguiente debilitamiento en lo que a su respeto se refiere.
Así por ejemplo, y es un dato empírico, no doctrinal: el libre ejercicio de la sexualidad con mucha facilidad se trastorna en dolorosa esclavitud, en dura servidumbre. Adicciones, obsesiones, complejos, aislamiento, frustración, soledad, enfermedades, permisivismo, explotación constituyen una reata de consecuencias funestas del ejercicio desordenado de la sexualidad humana. La banalización del sexo lleva consigo la utilización del cuerpo y la instrumentalización de la persona, que deviene mercancía comercial. Ello, llevado a su dimensión social da como fruto sociedades llenas de vacío y ansiedad. La soledad y la frustración, la pérdida de sentido acechan a las personas.
Por eso es conveniente replantear, sin complejos de ningún género, la necesidad de una formación en la castidad, como complemento necesario de la educación sexual. Esta además debería enmarcarse en un contexto más amplio, más humano: es preferible hablar de educación de la afectividad, uno de cuyos rubros sería la formación consciente, madura, libre y responsable de la sexualidad.
Para lograr lo anterior se precisa enriquecer los contenidos educativos que se proporcionan sobre la sexualidad. Es triste constatar que muchas veces no se nos trata como personas inteligentes, libres, con una dimensión espiritual. ¡Tantas veces se reduce a información técnica! Si el preservativo, si la pastilla, si el dispositivo, etc. Como si todo se redujera a hacer lo posible por no contraer SIDA… No se habla del sentido, del contexto, del “para qué” de la sexualidad, cada uno tendría que descubrirlo. Se calla la dimensión más importante, profunda y humana de una realidad tan rica como es el sexo. Es preciso recuperar el control auténtico de la sexualidad, que la integre en el conjunto de los valores y del auténtico bien humano: eso es la castidad.